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Amando a la muerte. https://www.akashavalentine.com/akasha/phpbb/viewtopic.php?f=1&t=4561 |
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Autor: | Akasha_Valentine [ Mar Sep 15, 2015 10:58 pm ] |
Asunto: | Amando a la muerte. |
El relato que usted va a leer a continuación es una reedición actualizada de una obra publicada el 19/02/2008 en la página web http://www.akashavalentine.com con número de depósito legal: 006133/2008. Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley, y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. |
Autor: | Akasha_Valentine [ Mar Sep 15, 2015 11:01 pm ] |
Asunto: | Re: Amando a la muerte. |
Capítulo I – La muerte esquiva. La complejidad de los hechos fue la extenuación de mis sentidos, la flaqueza de mi fuerza de voluntad, la fatiga de mis huesos, y aún así, me vi preso de la obligación y asumí mis deberes morales y laborales, y acudí raudo y veloz en respuesta a aquella carta que meses atrás vino acompañada con el amargo té de la mañana, cuyo sabor y temperatura aún mantengo vivo en mi memoria como si lo hubiese ingerido al comienzo del alba. Remembrar ese sabor amargo en mi cabeza despertó de nuevo en mi paladar el ansia de ingerir una taza de té negro, y a mis deshumedecidas papilas gustativas la idea parecía satisfacer, pues ya me encontraba salivando con gran esfuerzo a pesar de que mi boca estaba ajada y mi lengua desecada. A pesar de mi extrema deshidratación no hice mueca o gesto alguno que pudiera ser interpretado como una falta de hombría ante una simple adversidad, así que entretuve a mi mente con el nocturno paisaje que con escasa visibilidad cambiaba lentamente de escenario y me ofrecía una sosa y vulgar descripción de la belleza del lugar. La Nouvelle-Orléans no me prometía ni de cerca el idílico paisaje que había imaginado durante el fugaz periodo que duro mi infancia. Me remito a este hecho porque el día en el que nací mi madre fue llamada para permanecer a la diestra del Señor, nuestro Padre, y mi progenitor se unió a ella en el reino de los cielos tres años después, tras caer su carruaje por un acantilado cuando emprendía su matinal viaje de aislamiento que duraba varios meses, aunque esto último simplemente fue siempre una suposición de la servidumbre que por aquel entonces residía con nosotros en Chestown House. Temí por aquel entonces, como muchos otros niños de mi edad, a la soledad y no a la muerte, pues encontraba en ella un consuelo para reunirme con mis seres queridos en el Reino de los Cielos. Aguardaba cada noche impaciente a la muerte, a la espera de toparme con ella al pie de mi cama, pero nunca venía a pesar de que la llamaba por su nombre. El desánimo no magullaba mi voluntad de verla, pero sí mi escueta edad, pues doblegaba a mi diminuto cuerpo ante las necesidades físicas y antes de que pudiera darme cuenta los ojos se me cerraban cuando la luna alcanzaba el punto más alto en el cielo, y de sombras se llenaba mi fría y vacía estancia, sin el menor calor humano salvo el escueto contacto que mantenía con mis sirvientes e institutrices, que por aquel entonces vivían bajo mi mismo techo. Pasé un año entero viviendo con el servicio, hasta que mi tío, el conde Looper III, se enteró de mi existencia a través de un conocido de mi padre. La noticia de la muerte de su sobrina preferida, es decir, mi madre, fue un devastador golpe para él, pero se repuso pronto al tener la certeza de que yo aún seguía estando vivo y muy solo en una gran mansión rodeado exclusivamente de retratos inmóviles, cuyos rostros se asemejaban al mío, pero nunca me seguían con la mirada ni hacían el más mínimo esfuerzo por tocarme o cogerme en brazos cuando me caía o me hacía daño. Pude haberme alegrado ante la idea de no volver a estar solo nunca más, pero temía aferrarme a ese ideal que de forma efímera nacía en el interior de mi mente, albergando una esperanza para la que yo nunca había tenido fe. Evidentemente yo estaba en lo cierto: dos semanas antes de la llegada prevista de mi tío recibimos una carta en la que se me comunicaba el repentino fallecimiento del conde de Looper III. Nadie sabe a ciencia cierta lo que le llegó a suceder, su cabeza fue aplastada por un elefante macho cuando se encontraba de caza en Kenia. Una vez más volvía a ser un niño huérfano, cuya única escapatoria posible era el suicidio, la idea más temida y castigada por la mano de Dios, pero ya que la muerte se negaba a venir en mi búsqueda yo la forzaría a venir a por mi propia alma, un capítulo más de mi vida que con detestable desdén recuerdo y olvido de manera intermitente cuando divago en mi pasado o me mantengo distraído pensando en cosas inútiles. Nuevamente me sentí consumido por un estado febril que de forma latente iba y venía a su antojo en los momentos más inoportunos. - Cansancio. - Pensé en aquel momento. - Todo ello se debe a mi estado de molimiento y nada más. Y así deje caer mi ardiente frente contra el empañado y frío cristal del carruaje encontrando en esta acción una sensación de alivio momentáneo que me permitió aclarar mis ideas y despejar mis dudas haciéndome sumirme en pocos segundos en un profundo sueño. Tuve una visión perturbadora en la que mi voz se ahogaba y mi cuerpo dañado parecía estar preso, siendo objeto de admiración y deseo por hombres y mujeres que con los ojos cubiertos por grandes máscaras jadeaban ansiosos de ver correr mi joven sangre para llenar así sus engarzadas copas de oro vacías. De inmediato me sentí muy inquieto, tanto es así que no cesé de agitarme de un lado para otro en mi mullido asiento, presa de mi estado febril o de mi agotador sueño. Me desperté gritando de manera efusiva, pensando que mi voz habría llamado la atención de mi cochero y de su joven aprendiz, pero por suerte no fue así, y mi voz apenas audible sonó y resonó más fuerte en mi intermitente descanso que en el interior del coche. Levanté la mirada y sentí que la nauseabunda sensación de miedo se iba alejando de mis pensamientos, pero no de la boca de mi estómago, y de ahí es de donde más me hubiera gustado hacerla desaparecer. Tantee de inmediato en la oscuridad de la tarde noche, entreabriendo y cerrando mis ojos, mareado por la sensación de agotamiento y mi estado febril. Sentí bajo el suave movimiento de las yemas de mis dedos al contacto con el aterciopelado suelo del carruaje, y es ahí donde hallé mi sombrero de copa, vuelto del revés y torcido hacia uno de los lados, siendo movido por el constante traqueteo de la calesa en movimiento. Fue en el mismo instante en el que las puntas de mis articulaciones entraron en contacto con el ala del sombrero que este giró de manera imprevista en la dirección opuesta a mi mano, y yo caí de bruces contra la mullida superficie, sintiéndome morir, pues mi estado de salud empeoró y mi mal humor con él. Oí de inmediato lo que no deseaba escuchar: el suave susurro que atravesando el techo de la carroza trajo la alarmada voz del cochero, preguntándome por mi condición, pues el sonido de mis rodillas golpeándose contra la base le había llamado la atención, y negando de mis propios labios la evidencia de mi caída le aseguré que me encontraba en perfecto estado y no había de qué preocuparse, pues por nada del mundo hubiese yo deseado ser encontrado en una situación comprometida, siendo ayudado mientras era alzado en el aire por dos hombres de estatura media con sus largos y fríos dedos agrietados por los esfuerzos del trabajo y las melladuras que deja tras de sí el frío clima del invierno. Hubo una pausa entre lo acontecido anteriormente y lo sucedido con posterioridad. Pero mis palabras debieron de resultar convincentes, pues la velocidad de la calesa fue reanudada y yo pude volver a sentarme en mi sitio, esta vez con mi sombrero de copa entre mis manos para después alzarlo durante unos breves segundos en el aire y poder volver a colocarlo sobre mi escueta cabeza. La calma volvió a instaurarse en aquel diminuto espacio, como si ésta nunca hubiese sido molestada ni alterada por las anteriores acciones. Mi somnolencia había desaparecido y ni rastro quedaba ya de ella, así que disfruté de ese momento, de ese breve instante de paz y tranquilidad que se había establecido. Volví a correr el cortinaje de la calesa para quedar absorto y a su vez fascinado con la impactante nocturna visión que aquellas pobladas calles me ofrecían. Centenares de cuerpos casi por un instante a mis ojos parecieron miles de hombres y mujeres, niños y niñas de todas las edades, algunos sin rumbo fijo, otros siendo apremiados por la rapidez con la que los segundos corren como granos de arena en un reloj se movían de un lado hacia otro, algunos con prisa y otros con soberbia lentitud, e imaginé por un instante lo que buscaban en aquellas lúgubres y deprimentes calles, sin llegar nunca a dar con ello. Sentí como una pequeña punzada me atravesaba el corazón. La añoranza de la patria volvía a recordarme cuán lejos me encontraba de mi hogar, y aunque la Nouvelle-Orléans era hija por pleno derecho de mi tierra natal, no pude contener el pesar que me provocaba estar lejos de mi oriunda ciudad. Cargados con pesadas bolsas de viaje, maletas y baúles, individuos de todas las razas invadían las calles, entorpeciendo el ritmo de las calesas que, agolpadas a los pies del puerto, esperaban recoger a sus dueños para ser llevados a sus lugares de origen. El carro en el que yo viajaba también se vio afectado por el continuo flujo de yankees y criollos venidos desde los rincones más recónditos de toda Europa. Tuve que reconocer que mi suerte parecía estar cambiando, o al menos eso creía yo, pues de nuevo sobresaltado me vi por las manos de unos chiquillos, que sin descanso alguno comenzaron a golpear la ventanilla en al que mi brazo descansaba, y mis ojos veían sin ver nada el oscuro horizonte que se alzaba sobre nuestras cabezas casi sin estrellas debido a la densa cantidad de nubes que había en el cielo, alumbrando sin demasiado éxito las abarrotadas y negras calles de aquella ciudad aún creciente. - Señor. - Decían. - Una moneda, señor. Denos una moneda para comer, señor. Me quedé perplejo ante tal truhanería, pues nunca había visto semejante atrevimiento y audacia en todos mis años de vida. Me sentí enormemente disgustado, pues no deseaba ser molestado ni devuelto a esa hilera de pensamientos que a menudo me atosigaban cuando era consciente de que seguía estando vivo a pesar del enorme lastre de mi amarga subsistencia que debía soportar. Se me nubló la mente por completo y mis pupilas, inquietas, se agitaron en el interior de mis ojos, y las cuencas me bailaron una vez más debido al súbito estado febril que volvía para causarme enorme pesar, pues al instante me volví a sentir fatigado y debilitado y las fuerzas me flaquearon. La severa deshidratación que estaba sufriendo me impidió pues articular palabra alguna que les incitara a irse, así que en silencio me quedé, sumamente callado como venía siendo mi habitual costumbre, sin poder pedirles que se marchasen y me dejasen tranquilo de una vez por todas. Qué fácil y sencillo me hubiese resultado todo si mi estado de salud no se hubiese visto afectado por este repentino viaje. Mezquina situación, amargo pesar y doloroso desconsuelo, la tierra que bajo mis pies había ni de lejos se parecía a la tierra prometida que tanto anhelaba conocer, y sin embargo nada podía hacer por cambiar el hecho de que debía darme prisa y acabar de una vez por todas con aquel urgente encargo que como único pariente vivo que quedaba de la familia Fontaine debía resolver en el plazo de cuatro días antes de volver a mi tierra de origen, donde una considerable y desmesurada mesa de carpetas llenas de documentos me esperaba para ser revisada. Digamos que nunca fue propio de mí tomarme unos días de vacaciones, y mucho menos siendo quien era pude eximirme de mis deberes con mis pacientes, por todo ello me pilló de sorpresa el anuncio de mi inesperado viaje sin haber sido reservado con al menos con un año de antelación. Pero como no podía hacer nada por cambiarlo me vi obligado a aceptar esta nueva aventura que con enorme pesar me había visto obligado a tomar. Volví de nuevo en mí, y desconozco el motivo que me impulsó a hacerlo: quizás fuesen los reiterados golpes de los niños, los constante sonidos de unas calles abarrotadas o la voraces y atronadoras fauces de las chimeneas de los barcos de vapor, pero en medio de todo aquel instrumental sonoro vi la figura de una dama, envuelta en la espesa negrura de la noche, con una mano sobre su pecho y la otra envuelta en el blanco vestido confeccionado a mano y de capas uniformadas, de extensa y larga cola, cuyo escote angular era demasiado vistoso y provocativo para una época aún arcaica. Su ropaje caía de manera irregular, ocultando el color de sus zapatos y la rocas y arena del lugar. Más el corazón me volvió a dar un nuevo vuelco, está vez el ritmo de mi latido había sido acelerado, y al compás de mis pulsaciones una suave brisa se levantó de la nada y meció sus largos cabellos del color de la miel oscura y no pude verle la cara, pues su rosto en ningún momento volvió los ojos hacia mí; no pude distinguir sus rasgos ni facciones, y así me quedé consumido por la duda de cómo sería la doncella que con un súbito interés no cesaba de mirar las tranquilas y oscuras aguas del río Misisipi. - ¡Ah! - Pensé entonces en los muchachos, pero ya no estaban al pie de mi ventana golpeándola reiteradas veces, pues fue el chasquido del látigo del cochero moviéndose en su dirección lo que les incitó a irse de manera apresurada y a dejar de revolotear en torno a mi medio de transporte. Pero de no haber sido por ellos, por su molesta y repentina visita, no me habría fijado en ella, por lo que busqué entre mis bolsillos una pequeña moneda de poco valor económico, y en la distancia apropiada se la arrojé por la ventana de la calesa en señal de gratitud. Los tres niños de corta edad se arrojaron como aves carroñeras sobre la calderilla, y sus voces discutían sobre quién era el verdadero dueño y quién la había tocado primero con la punta de los dedos. La voz del cochero sonó con un tono de desaprobación por mi humilde acción de gratitud, pues le oí decirme que no debería animar a esas pequeñas ratas a mendigar, pues al fin y al cabo sólo eran la sucia escoria de insignificante valor de la sociedad. Tomé un sorbo de aire, y aunque podía haberle permitido pasar por alto semejante comentario no lo hice y le recriminé con severidad, pues mis acciones no eran de su incumbencia, y lo único que a él debía importarle era la conducción de la calesa, por la cual le estaba pagando una generosa suma de dinero y cuyo ritmo había disminuido notablemente debido a la falta de seriedad y formalidad de un cochero que a menudo tendía a meterse en los asuntos ajenos. Desde luego mis palabras no fueron del todo amables, ni quería que sonarán como una suave reprimenda; lo único que yo deseaba era llegar lo antes posible al cementerio de Lost Cross(*), pues la hora prevista para mi llegada estaba acordada para las 19:00 y ya eran más de las 18:52 minutos. Desconozco si fue la sequedad de mis palabras, o tal vez la molestia que le debió de causar al conductor lo que produjo el brutal gemido del látigo contra el suelo y el lomo del caballo, cosa que lo incitó a tirar más rápido del carruaje. (*) Nota de la autora: Nombre de un cementerio ficticio. Aviso legal: Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley, y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. |
Autor: | Akasha_Valentine [ Mié Sep 23, 2015 12:26 pm ] |
Asunto: | Re: Amando a la muerte. |
Capítulo II – El llanto de los muertos a la medianoche. Y la horrible sensación de malestar volvió una vez más a mí. La nauseas eran reiteradas, y sólo la suave sensación térmica del frío de la tarde noche podía aliviar mi debilitado estado al cambiar de un cristal a otro tras dejarlo humedecido por el sudor de mi propia frente. Me resultó del todo agotador mantener la compostura, guardar esa apariencia de que todo iba bien cuando en realidad no era así, y supliqué en silencio que aquella tortura cesase lo antes posible, más no creo que hubiese podido aguantar durante más tiempo el interminable traqueteo y virulento movimiento de la calesa siendo movida a gran velocidad. Al levantar por tercera vez la vista del suelo abrí los ojos, pues hasta entonces los había mantenido cerrados durante un largo periodo de tiempo, intentando olvidarme por completo de la repetitiva huella de sabor que dejó tras de sí en la punta de mi paladar el reflujo de bilis que con amargo dolor y sabor ascendió no una sino dos veces en un breve periodo de tiempo. Volvió a reinar el silencio de la noche y los ruidos cesaron. Ya no se oían ni voces ni pisadas ni calesas, y mucho menos podía apreciarse el agónico sonido que producían aquellos gigantes de metal impulsados por el vapor del agua. La agradable sensación de tranquilidad me levantó el ánimo, y lo único que podía oírse en aquella nueva cabina en la que viajaba era el sonido que emitían las propias ruedas del carruaje al contacto con la arenosa tierra. Sentí un gran alivio al ver que incluso el paisaje había variado, y ahora en la más absoluta negrura nos movíamos de manera apresurada, dejando atrás a la innumerable marea humana con sus bulliciosos labios, sus cantos y voces que en el interior de mi cabeza sonaban como martillos golpeando el indomable y frío metal en el interior de un astillero. Lo que logró levantar mi estado de ánimo fue saborear una vez más esa tranquilidad mientras suspiraba entornando mis ojos y dejaba caer mi espalda contra el mullido respaldo. Mis temblorosos dedos, inquietos, consumidos por la inseguridad de no llegar a tiempo a la hora prevista para la que había sido citado, me incitaron a tomar entre ellos la leontina y así tirar de ésta para extraer del bolsillo interior de mi chaleco el viejo reloj de faltriquera, regalo de mi prometida Josèphe, cuyo retrato oval había sido introducido en el interior para que cuando la tapa se abriese sus lánguidos y marrones ojos pudieran mirarme a la cara y recordarme que ella siempre me amaría hasta el final de sus días. No sólo pensar en mi prometida, sino el hecho de portar en este arduo viaje un diminuto retrato oculto en una pieza tan útil fue para mí como un bálsamo de alivio para mis fatigados huesos, pues no necesitaba abrir mi pequeña joya de maquinaria para recordarla; incluso se había tomado la molestia de grabar en el dorso del reloj un apunte en que decía lo siguiente: “Con todo mi amor” Josèphe. - Josèphe, Josèphe, mi amada Josèphe. - Mi mente no cesaba de repetir su nombre, y casi había olvidado por completo el motivo que me había impulsado a mirar el reloj de bolsillo. Y de pronto lo recordé, y la recordé a ella también, a la mujer que instantes antes había visto con la mirada esquiva y perdida fija en las lúgubres aguas del río Misisipi. No era igual que Josèphe, ni tan siquiera compartían la misma medida o anchura. La primera era demasiado diminuta para su edad, con un rostro completamente fatigado y demacrado debido a su mal estado de salud. Al tacto sus cabellos eran finos y no demasiado largos, casi débiles, pues siempre solían soltarse de su recogido con una facilidad que lograba exasperar al temperamental humor de una madre que no veía el momento de librarse de su única hija escuálida y enfermiza. El mayor temor de esta madre era que aquella inútil criatura que a sus ojos no debería haber nacido fuese tan infecunda y estéril como la tierra que en herencia había adquirido con la muerte de su difunto esposo años atrás. Aunque siempre tenía en su bípeda y tóxica lengua una palabra despectiva para referirse a su sucesora, Apolline era una mujer extrañamente curiosa, pues en mí se deshacía en halagos, y siempre era bien recibido en su residencia. Incluso una vez llegó a insinuarme la posibilidad de que si deseaba llegar una noche sin haber avisado con suficiente antelación, podía hacer caso omiso de esa falta de modales sólo porque era un hombre hecho y derecho, en el que podía confiar. Por supuesto, yo jamás me he atrevido a realizar semejante hazaña en los siete años que llevo prometido con Josèphe, pero he de reconocer que tal proposición me alteró e incluso llegó a escandalizarme, pero por supuesto, como bien había dicho mi futura suegra, al fin y al cabo yo era un hombre que se había ganado el respeto de la comunidad, y no debía mostrar ninguna emoción al respecto, por muy escandalosa que me resultase aquella petición. Por lo tanto hice caso omiso a su proposición y Apolline nunca más volvió a mencionar el tema. Perdido una vez más en mis propios pensamientos me costo volver en mí, pero lo hice cuando la temperatura descendió levemente en el interior de la calesa, los dedos de mis pies se helaron y mis piernas y brazos temblaron, y me extrañó, porque nunca antes había sentido una sensación semejante arremetiendo así contra mi cuerpo. Alcé la mirada y consumido, casi devorado, diría yo, por la oscuridad, pude contemplar con los ojos casi del todo pegados al cristal de la carroza las prominentes murallas de más de un metro de altura que separaban el bullicioso y ajetreado mundo de los vivos del sigiloso mundo de los muertos. Un simple muro y nada más; costaba creer que algo tan simple como una pared de piedra pudiera definir la delgada línea que separaba la vida de la muerte, y quede atraído de inmediato, fascinado por la ausencia de luz, por la esculpida piedra de mármol y el embellecido granito cuyo color era engullido por la frondosa maleza del lugar. Figuras de ángeles llorosos cuyas cabezas asomaban por encima de la tapia no me miraban directamente a los ojos, pero yo a ellos sí, más no podía apartar la vista de ellos, pues sus manos estaban ocupadas en ocultar sus propias lágrimas presas de un dolor perpetuo y eterno por la muerte del cuerpo que custodiaban. Nunca vi tanta belleza y agonía en un lugar en el que los muertos no pueden descansar bajo tierra, pues si lo hicieran los féretros quedarían a meced de las inclemencias del tiempo, debido a que la ciudad de Nouvelle-Orléans había sido erigida en una zona pantanosa. Mi carruaje se detuvo perdiendo fuerza con lentitud, y me alegré de que así fuera, pues no podría soportar una nueva súbita sacudida, no con mi estado de salud aún tan debilitado por la fatiga y el cansancio. El incesante traqueteo por fin había llegado a su final, al menos durante un breve periodo de tiempo. Miré la esfera que aún sostenía entre mis dedos y comprobé la hora que era: las agujas del reloj marcaban las 19:03, tres minutos más tarde de la hora prevista, una tardanza que no me agradó en absoluto, y que por supuesto descontaría del salario del cochero por su falta de profesionalidad a la hora de llevarme al sitio acordado a la hora en punto. De inmediato guardé mi reloj de nuevo en mi bolsillo y salí de la calesa por mi propio pie, aunque con cierta inseguridad en el primer paso, pues dicho pie me tembló y mi rodilla siguió el mismo compás de mi extremidad. El rancio aire golpeó mis fosas nasales de manera tan brutal que casi me hizo caer de espaldas para atrás, pero aún así tuve la fortaleza necesaria para aguantar la respiración y dar pequeñas bocanas cuando la ocasión lo requería. El cochero se sintió alarmado, mi cuerpo ya estaba casi del todo fuera cuando el apremió a su joven aprendiz a que bajara en mi ayuda y sostuviera la puerta por mí. Me negué a mostrarme tan inútil, y de un solo salto baje por mi cuenta, aunque con severas consecuencias, pues al tener los dos pies apoyados sobre el suelo mi cuerpo volvió a sentirse indispuesto, aunque no dejé que nadie notase mi lamentable estado de salud. Miré a mi alrededor y en la neblinosa oscuridad no vi a nadie, la niebla se levantaba a tres palmos por encima del suelo, por lo que había que caminar con precaución. Eché mis cabellos hacia un lado, y coloqué mi sombrero de copa sobre mi cabeza, intentando encontrar la perfección aun sin disponer de un espejo que me guiara para centrar mi prenda de vestir. Agradecí tener una gruesa capa de tela sobre mis hombros, fuerte y robusta, tejida con la mejor lana: el grueso tejido impedía que mis huesos se helasen por completo. Desconcertado por si mi tardanza había logrado enfurecer al guarda del cementerio, mi enojo fue creciendo, y desvié la mirada para posarla sobre un cochero aún despistado que no sabía con exactitud como orientarse por las calles aún en crecimiento de la nueva ciudad. Mi mente ya había comenzado a idear una serie de frases que utilizaría para reprenderle cuando oí tras mí las pisadas de dos hombres que hablaban alto, no a gritos, pero sí con cierto exceso de volumen en los labios. Uno de ellos, el más anciano de los dos, portaba entre sus manos un viejo y anticuado candil de latón que se movía de un lado para otro sin cesar debido al temblor de dichas manos del vetusto, quien sin lugar a dudas padecía una enfermedad que afectaba a la movilidad de sus músculos y que venía acompañada de un continuo movimiento muscular. Con lentitud ambos hombres se movían por igual, y aunque me hubiese gustado pedirles que se dieran prisa, era yo quien había faltado a mi cita de manera puntual, así que no podía recriminarles nada, y me mantuve serio y erguido aguantando como podía a que la fiebre cesase de una vez por todas y los dos hombres se ubicasen a mi lado y me indicasen el camino correcto que yo debía seguir. - Señor.- El joven aprendiz llamó mi atención, pero antes de articular palabra alguna volvió a guardar silencio y no dijo nada más. Pensé que lo que debía decirme no era nada importante, pero aún así desvié la mirada por un segundo y posé mis ojos sobre el inseguro muchacho, cuyos ojos no podían apartar la mirada del cementerio y cuyo cuerpo no cesaba de temblar. - ¡Lo siento señor! - Añadió a modo de disculpa.- No era nada importante. Le pido disculpas por mi comportamiento. Estuvo bien por su parte saber disculparse, al menos su interrupción me sirvió para olvidarme durante unos segundos del el malestar que padecía y el que me imponían. Los dos hombres parecían caminar al ritmo de un caracol, así que no dudé en adelantar mi paso hacia ellos y reunirme lo antes posible para poder regresar a mi calesa con la mayor brevedad. - ¡Espéreme aquí, no tardaré en volver!. - Le indiqué a mi cochero sin apartar la vista ni un solo instante del cementerio. - Así lo haré, señor.- Fue su única respuesta, aunque sentí que algo no iba bien en su forma de dirigirse a mí: fue como si algo le obsesionase o le preocupase, una emoción que me dejó de alguna forma desconcertado. Medité en silencio una pregunta que no llegué a formular en esos momentos y achaqué mi desinterés a la turbada y desasosegada sensación que carcomía mis pensamientos, tal vez, y sólo digo tal vez, como un pensamiento efímero y pasajero que debí haberme preparado para cualquier contratiempo inesperado, y haber prestado más atención a esa mirada esquiva que el joven y escuálido muchacho de seis o tal vez siete años me dedicó levemente antes de dejar caer sus grandes pero enjutos ojos forrados por unos párpados sucios contra la áspera y oscura tierra del suelo. En el más sepulcral de los silencios sumí a mi mente, acallando mis pensamientos, y enmudecí a mis labios siendo consciente de que ahora era un mero espectador, ajeno a un inevitable destino del que no podría escapar, atado por consiguiente a un cruel azar en el que mi vida y hasta mi propia alma quedarían expuestas a la merced y voluntad del hombre que a escasos metros de mi cuerpo galopaba sin descanso sobre los lomos de un caballo tan negro y oscuro como las oscuras aguas del río Misisipi. Y aunque al principio no le vi, sentí la severa presión de su mirada, el peso de sus ojos sobre mí, y creí estar volviéndome loco, pues cuanto más me esforzaba por intentar ver qué ocultaban las gruesas sombras de la oscuridad menos podía llegar a distinguir nada. El fuerte sonido de las voces de los dos hombres que venían acompañados por la luz del viejo candil de latón menguó sin previo aviso, y se volvió repentinamente como un susurro apenas audible. Incluso cuando miré a su portador, éste evitó mirarme directamente a la cara y escondió parcialmente entre su cuerpo y sus ropajes la llama, como si temiese que nuestros cuerpos y rostros quedasen demasiado iluminados y reconocibles ante la vasta oscuridad que nos envolvía en aquellos instantes. Oí un nuevo sonido a mis espaldas, uno de los dos caballos comenzó a zigzaguear y el otro por su parte rechino. Podía decirse que se movían inquietos de un lado para otro, como si algo les estuviera molestando, y dándome la impresión de que habían empezado a temer a su propia sombra, yo empece incluso a sentirme de nuevo indispuesto ante tal incertidumbre de hechos. - Bonsoir Monsieur. - Exclamó el más alto de los dos hombres. Alargué mi mano, extendí mis dedos, e incliné mi sombrero, respondiendo de la misma forma a aquellos dos hombres que vestían de manera muy similar y cuyas facciones compartían rasgos idénticos, por lo que deduje que eran parientes. - Rogamos, señor, que disculpe así nuestra tardanza, cuesta citarse a estas horas tan tardías en estos inhóspitos lugares donde sólo los muertos reposan sin esperar que su descanso eterno sea molestado por los que aún están vivos. Pero venga con nosotros, no se quede ahí parado; venga, venga, aún tenemos un largo camino que recorrer, hasta llegar al punto de encuentro. Seguí sus palabras y su consejo, y colocándome entre la espalda del hombre más alto y la delantera del más pequeño, comenzamos a caminar al mismo ritmo y en la misma dirección, hasta que la cerrada verja del cementerio nos lo impidió. - Vengo preparado, no se preocupe. - Habló el hombre alto de espalda encorvada. Y moviendo con holgura su diminuta capa descolgó de la trabilla de su pantalón un fardo de llaves de diferentes tamaños que alzó en el aire para mirarlas detalladamente, pues todas eran de un tamaño similar y de forma parecida, así que era difícil adivinar de cuál se trataba sin haber tanteado antes con la cerradura alguna. Acertó, yo diría que de casualidad, con la primera llave que introdujo en el ojo de la cerradura. Me di cuenta de aquel insólito golpe de suerte, pero aun así no quise decirle nada porque me sentí aliviado al pensar que mi aventura concluiría una vez hubiese acabado con mi visita al cementerio. Así que pueden imaginarse lo ansioso que debía de estar por poner punto y final a aquella hazaña que sin yo saberlo acababa de comenzar. 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Autor: | Akasha_Valentine [ Jue Jul 13, 2017 4:56 pm ] | |||||||||
Asunto: | Re: Amando a la muerte. | |||||||||
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