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Nuevo proyecto: El tiempo que nunca nos perteneció. 

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Nuevo proyecto: El tiempo que nunca nos perteneció. 
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Título de la obra: El tiempo que nunca nos perteneció. Publicada el 30/01/2015. En colaboración con la plataforma editorial Mundo Palabras.

Lectura completa: El tiempo que nunca nos perteneció.

Ante la veracidad de que nada sería eterno, quise negarme a creer que aquella afirmación fuese cierta, porque cuando era joven conocí a una preciosa mujer, de bronceada piel y ojos tan claros como un océano en calma, y cuando la vi, de la forma en la que sólo se puede contemplar a un alma gemela, me dí cuenta de ya me había enamorado de ella, sin ni tan siquiera saber su nombre, aunque para mí aquello carecía de importancia, peso o valor, porque después de mirarla con los ojos con los que un enamorado mira a su amada, no tuve la necesidad de preguntarle absolutamente nada. Pero no podía dejar de verla, porque entre la torpeza y el esfuerzo de su lenguaje, encontré en aquellas nulas palabras la dulzura de una sonrisa tan radiante que incluso hoy en día hubiera sido capaz de derretir ambos polos con sólo unos segundos de su presencia.

Aunque de su sonrisa ya he hablado, la primera vez que hablé con ella empleó un lenguaje cuidado en una lengua a la que yo aún no me había acostumbrado, y por lo que vi ella tampoco parecía dominarla del todo; así que frente a la inseguridad de no estar del todo convencido de si yo la entendía a ella o ella lograría entenderme a mí, caímos como dos ingenuos en una conversación absurda que no nos llevó a ninguna parte, salvo a un punto de partida donde la risa sin sentido llenó el espacio vacío que habíamos tenido hasta entonces en nuestras vidas.

Por aquel entonces, yo aún era muy joven, un inexperto muchacho arrojado a las voraces mandíbulas de una vida de servidumbre, pero aquel día, en el punto más neural del Macellum, la vi, o mejor dicho ella me encontró a mí. Y sin apenas tiempo para hablar, volvimos a nuestras labores matinales, porque no teníamos por aquel entonces la libertad de ser hombres y mujeres libres con los mismos derechos y privilegios que los ciudadanos de Pompeya. Y no pude disfrutar por más tiempo de su compañía, aunque de buen grado hubiera dado mi vida por sólo poder estar un segundo más con ella.

Me despedí de aquella preciosa mujer con la mirada siguiendo cada uno de sus pasos, y al verla tropezar con sus propios pies la risa volvió a mis labios, porque en aquel gesto de ternura, mi corazón dio un vuelco y le tuve que recordar que tuviera cuidado, porque temía que su joven piel quedase marcada por las cicatrices de una absurda caída. Lo que yo no sabía es que sería la última vez que la viese con vida en aquel lugar, marcado hoy en día por la tragedia y su propia historia: la erupción del Vesubio en el año 79.

Volví a nacer en otra época, muy distinta a la que dejé. Corría el año 1095 cuando abandoné Burgos, donde vivía con mi padre en una diminuta y mísera cabaña de madera, fabricada con las ramas de los árboles viejos del bosque donde residíamos. Afectados por la hambruna y la esperanza de tener una vida digna, según las creencias de mi progenitor, nos enrolamos en una peregrinación espontánea y armada llamada la “Cruzada de los pobres”, dirigida por un clérigo francés: Pedro el Ermitaño. Nuestra salvación se encontraba en Tierra Santa, allí los infieles serían castigados y los justos salvados. Tenía por aquel entonces quince años cuando volví a verla, y en aquel momento en el que mis ojos se volvieron a encontrar con los suyos, fue como si la idea del paraíso tuviese sentido para mí, porque de qué otra forma podría existir yo en este mundo si no fuese porque estaba destinado a estar a su lado para siempre.

Era fácil perderse entre la multitud, así que yo lo hacía a menudo, ignorando las advertencias que con soberbia y rectitud mi padre me recordaba a todas horas, alegando que no debía alejarme del camino de la luz, pues si no seguía los pasos que él me había marcado para mí en nombre de nuestro Dios, nunca llegaría a ser un hombre de provecho. El sueño de Padre era que yo me convirtiese en clérigo, el mío: ser un hombre libre con un corazón para amarla sólo a ella, así que cuando nadie me veía huía a su lado, evitando ser el centro de atención de todas la miradas, y pasaba las horas viendo mecer sus cabellos rizados al aire, mientras su voz se unía al canto de las otras mujeres cuando al pie de los ríos lavaban la ropa de los hombres. No podíamos hacer mucho, pero lo poco que podía hacer a su lado fue suficiente para saber que volvería a verla. Sin embargo, aquella noche en la que me aventuré a pedirle la mano sería la última vez que la volvería a ver con vida. Durante un violento saqueo corrí con los brazos desnudos, desprovisto de todo tipo de arma o escudo, pues oí su voz en la lejanía llamando, pidiéndome ayuda, y cuando conseguí llegar a su lado ya era tarde, y entre mis brazos exhaló el último aliento que le quedaba.

Cuando desperté del sueño, el cual me había parecido el más largo de toda mi existencia, me di cuenta de que ya no estaba seguro de nada. Postrado y gravemente herido, el mundo se había vuelto aún más caótico y destructor de lo que tiempo atrás habíamos soñado. Sentada a mi lado había una mujer, de ojos diferentes a los que yo estaba acostumbrado a mirar. Su mano, de una textura cálida aunque un poco rugosa, sostenía mis articulaciones, y vi en su dedo anular un anillo idéntico al de mi mano sana, e inmediatamente comprendí que había vuelto del mundo de los muertos con una vida muy diferente a la que en tantas ocasiones había estado persiguiendo. Pasé mucho tiempo en cama, y la mujer que decía ser mi esposa venía tan a menudo como le era posible, pero en el fondo de mi corazón yo sabía que ella no era mi alma gemela, porque no podía dejar de pensar en la mujer de mis sueños cada día, cada segundo de cada instante de cada momento. Incluso con la esperanza debilitada por no saber si la encontraría de nuevo, dejé pasar los días, sumido en la nostalgia de unos sueños que me parecían más reconfortantes que la misma vida.

Las heridas que dejan las guerras sanan, pero dejan cicatrices; lo mismo sucede con las vidas pasadas que viví: sanan y se curan, pero dejan una huella que no puede ser borrada. Durante el periodo que permanecí postrado en cama hice amistad con un hombre llamado Albert. C. Cottrell, que había sido gravemente herido en el ataque que sufrimos el 7 de Diciembre de 1941 en una base naval de Estados Unidos en Pearl Harbor, Hawái. Debido a que teníamos la misma edad y éramos afines a las mismas actividades, pronto nos convertimos en grandes e inseparables amigos.

Tras ser dados de alta en el hospital con dos meses de separación, Albert me invitó a pasar un par de semanas en su tierra natal, un pequeño pueblo en el que todo el mundo parecía ser bienvenido, incluso los hombres que como yo no suelen quedarse mucho tiempo en este mundo. Viajé acompañado por la que por aquel entonces era mi esposa, y tal y como Albert nos había prometido nos dio alojamiento en su gran casa colonial, donde conocimos a la futura señora Amily S. Cottell, el amor de mi vida. Sonreí irónicamente al darme cuenta de que no importaba la época o el periodo en el que viviésemos, siempre sucedía algo en nuestras vidas que nos impedía estar juntos, pero esta vez no iba a rendirme sin pelear, aunque fuese con uñas y dientes o acabase hiriendo a quienes más quería.

¡Oh, sí! Claro que cometí el error de besar a la prometida de mi mejor amigo, y no sólo eso, sino de llevármela conmigo donde nadie más pudiera encontrarnos. Así fue como acabamos viviendo en Italia, París e incluso España. Yo quería estar con ella en todas partes, en todos los lugares donde el tiempo se nos había detenido, pero me di cuenta de que tarde o temprano tendríamos que decirnos adiós de una manera amarga y despedirnos una vez más. Ese día llegó cuando mi esposa dio a luz a nuestra hija. Nadie supo qué salió mal, sólo sé que la perdí a ella y al bebé, y la pena fue tan insoportable que no pude seguir viviendo sin su presencia, así que una vez más volví a morir para volver a encontrarme con ella.

Y aquí estoy de nuevo, esperando verla venir, sentando en un banco en una calle común, helado por la fría sensación que deja tras de sí este banco de niebla que engulle los árboles y alimenta la sensación de nostalgia de mi memoria. Sé que vendrá, lo sé, porque siempre ha vuelto a mí cuando he querido verla. Oigo unos pasos, es ella, lo sé, su aroma sigue siendo el mismo, pero no está sola, alguien más viene, tirando de su mano: es una niña pequeña, se parece a mi amor, aunque sus rasgos no son del todo iguales. Es mi amada, es mi vida, ¿pero qué le ha sucedido? Ahora sólo veo arrugas en su rostro, ¿ella ha envejecido sin mí? Parece ser que sí, pues ha vivido una vida nueva en la que yo no he podido estar a su lado. Me vuelvo a sentar en el banco, como si la idea de haberla visto no me hubiera hecho saltar de él. Al verla pasar por mi lado agacho la cabeza e intento por todos los medios evitar verla: las lágrimas en los ojos ya me pesan y se resbalan por mis frías mejillas, y lloro al ser consciente de que ésta posiblemente será la última oportunidad que tendré de verla.

Sus pasos se detienen. Me ha visto, ha logrado sentirme. Sabe que soy yo, pero no me reconoce, por supuesto. Ahora sólo tengo quince años y ella setenta. Y nuestras reencarnaciones han dañado sus recuerdos. Todo está cambiando. Ahora más que nunca soy consciente de que el tiempo que nunca nos permaneció. Creo que es el momento de seguir adelante por mí mismo, aunque seguiré buscándola para vivir una larga y próspera vida a su lado aunque sea al final de los tiempos, porque como ya os he contado en la introducción de esta historia, un día conocí a mi alma gemela...


NOTA LEGAL: Akasha Valentine 2015 ©. La autora es propietaria de esta obra literaria y tiene todos los derechos reservados.

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Mi novela "Cartas a mi ciudad de Nashville" disponible en la web y en blog. Todos los derechos reservados © 2014-2021.


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Traducción al español por Huan Manwë para phpBB España