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El sueño de la princesa hechizada. 
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Título Original: El sueño de la princesa hechizada
Autora: Akasha Valentine.
Número de Páginas: 105.
Género: Relato Fantasía.
Idioma: Castellano.
Volumen: Único.
Depósito Legal: M-006567/2013.
Ilustración de cubierta: © 2013 Akasha Valentine.
Fotografía del autor: © 2013 Akasha Valentine.
Fecha de publicación: 05/09/2013.
Precio de la obra: Gratuito.


Sinopsis de la obra:

Ɇl mundo de Menarhe ya no es un lugar seguro. Extrañas criaturas monstruosas pueblan la Tierra violando y asesinando a niños y mujeres por igual. Ophelia, la única superviviente del clan de los Ghartherian, intenta sobrevivir por todos los medios a una guerra sin igual.

Acompañada de su fiel nodriza y de su amado caballero, Ophelia pronto descubrirá que no hay mayor monstruo que el que uno encierra en su propia alma.

Porque no todos los cuentos de princesas son para niños, “El sueño de la princesa hechizada” promete al lector dejarle sin aliento desde la primera hasta la última página.


Puedes descargar la obra completa a través del siguiente enlace: http://www.mediafire.com/?8mzm95fsw9c88c4" target

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Todos los relatos aquí publicados son © Akasha Valentine 2013, y la autora es propietaria de los derechos de autor. Si ves algún relato en otra web, foro u otro medio, están cometiendo un delito, salvo que cuenten con el permiso expreso de la autora, y siempre que esté citada la fuente y la autoría.

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Mi novela "Cartas a mi ciudad de Nashville" disponible en la web y en blog. Todos los derechos reservados © 2014-2021.


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Jue Sep 05, 2013 5:05 pm
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Ⱦembló la tierra y de pronto el cielo se tiñó con la sangre de amigos y enemigos que por igual parecían caer como moscas en las áridas tierras de Menarhe.

Yacen ahora en las pestilentes ciénagas de los bosques de los difuntos los cuerpos sin vida de niños y mujeres que fueron abatidos por sus enemigos, quienes no se apiadaron de su inocencia ni de sus llantos.

Los dioses abandonaron a su pueblo y ahora su princesa, única superviviente de la masacre, cuenta la historia de una vida desdichada donde no hubo espacio ni para el amor ni para el perdón.


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Última edición por Akasha_Valentine el Jue Sep 05, 2013 8:28 pm, editado 1 vez en total



Jue Sep 05, 2013 5:07 pm
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Capítulo I- Los versos de los muertos.

Ɇl mundo de Menarhe ya no era un lugar seguro. Los Devharios sobrevolaban los cielos a lomos de sus fieles y temidos dragones en busca de sangre inocente, víctimas a las que poder asestar su golpe de gracia y así realizar rituales de magia negra y orgías con los cuerpos de los difuntos.

La densa niebla había comenzado a ascender sobre el castillo en ruinas. La oscuridad traía consigo sus propios miedos y demonios. Los jardines de palacio, que tiempo atrás fueron bellos y hermosos, ahora se retorcían de dolor sobre sí mismos y se secaban faltos de nutrientes que les alimentaran.

Aquella noche, cuando el frío viento del oeste comenzó a mecer las ramas secas de los árboles y la tierra comenzó a lanzar sus lamentos al cielo, el tiempo logró estremecerse de dolor, porque la muerte estaba al acecho y tenía como objetivo a una única persona: la princesa del reino.

En lo alto del castillo, en la más alta torre, oculta entre la ruinas de lo que tiempo atrás fueron sus aposentos, se escondía una bella joven a la que sus padres le pusieron el nombre de Ophelia.

La joven Ophelia era la única superviviente del clan de los Ghartherian, seres humanos capaces de transmutar su cuerpo en animales.

Cuando un miembro del clan de los Ghartherian nacía era llevado a la orilla del lago del Espejo del Reflejo por sus padres, padrinos y amigos. Una vez allí, un sacerdote que era conocido por el nombre del Hyrtarew (El transmutador) oficiaba una religiosa y solemne ceremonia en la que el niño entraba en comunión con la naturaleza, para que así entre ambas partes existiera una unión.

Cuando un Ghartherian llegaba a la edad de la transmutación quería decir que ya era un adulto y por lo tanto su cuerpo estaba preparado para recibir la semilla de un portador, pues en tan sólo un año debía de encontrar a alguien a quien fertilizar o ser fertilizada, según si el Ghartherian era un hombre o una mujer. La edad de la madurez rondaba entre los doce y los quince años.

Muy pocos Ghartherian habían conseguido llegar a la edad de los venerados ancianos, ya que muchos solían morir incluso antes de llegar a la edad de transmutación, por lo que los niños eran conocidos como los Inocentes. Solían estar muy sobreprotegidos por los adultos de la comunidad ya que existían depredadores como los Devharios, los Snaskres y los Rewas, que los daban caza para alimentarse de sus pequeños y tiernos cuerpos.

Los Devharios son unas criaturas brutales y terroríficas, cuya mera presencia provoca un miedo atroz. Estas criaturas se sienten atraídas por el olor de la sangre fresca que emana de una profunda herida que ellos mismos han infligido a su víctima. Una vez que el olor de la sangre entra en contacto con la atmósfera sus instintos de cazador se ponen en movimiento. Los Devharios persiguen a su víctima hasta que ésta ya no puede más.

Una vez que están seguros de que la presa que han escogido no puede escapar, emiten del interior de su boca un aliento gélido que la deja petrificada de forma momentánea. El corazón de la víctima, presa del miedo, se mueve con rapidez, lo que provoca que el Devhario se excite y se le haga la boca agua. Intentar recuperar el control de los movimientos resulta casi imposible para la presa ya que estas criaturas se aseguran de sujetarlas con fuerza.

La segunda herida que suelen infligir a su víctima es mortal. Los Dhevarios utilizan una pequeña parte de su fuerza para hundir el esternón y provocar daños irreparables en el corazón y los pulmones.

Una vez que la presa ha dejado de respirar, hunden sus profundas garras en el interior de su pecho abriendo con facilidad la cavidad torácica para extraer el corazón y comérselo. En esos momentos, el alma de la persona muerta, que se encuentra situada en una pequeña cavidad llamada Etéreo, despierta de su aletargado sueño. Al ser conscientes de que el cuerpo en el que residen ya no está vivo intentan por todos los medios escapar con vida para poder reunirse con sus ancestros en el reino de las Ánimas, pero rara vez lo consiguen ya que sus agresores suelen ser mucho más rápidos que ellas. Los Devharios suelen capturar las almas de sus víctimas y las dejan atrapas en los Vasos del Olvido, hasta que parten a las cuevas de la Noche Eterna, donde las sumergen en agua helada para toda la eternidad.

Los Devharios son la muerte y el tormento del alma de la diosa Avanthysta. Estas criaturas tienen un poder inimaginable y una fuerza casi sobrehumana, lo que las hace ser temidos guerreros en el campo de batalla.

Estos seres nacieron de la violación que sufrió la diosa Avanthysta cuando ésta se encontraba bañándose en el lago Eterna Vida. Rota y desconsolada de dolor por lo que le había sucedido, maldijo a Rewan, el dios de los muertos, por lo que había hecho.

Unos meses más tarde, la diosa Avanthysta comenzó a ver como su vientre se hinchaba. Presa del miedo pronto empezó a ser consciente de que en su interior estaba creciendo la vida de un nuevo ser. Una criatura terrorífica que traería la destrucción de su mundo.
Temiéndose lo peor decidió quitarse la vida aquella misma noche.

A la mañana siguiente, dos guardias del reino que hacían su ronda descubrieron un cuerpo flotando sin vida en lago de las Vírgenes. El más joven de ellos se acercó con el semblante rígido y tan blanco como una hoja de papel.

Con las manos temblorosas y contraídas, el joven guardia se lanzó a las frías aguas para intentar recuperar el cuerpo sin vida de la mujer. Cuando las yemas de sus dedos tocaron el rostro sin vida de la diosa, se temió lo peor. Sus ojos no podían dar crédito a lo que estaban viendo. Su corazón comenzó a latir con violencia, le costaba respirar y apenas podía decir nada. Alentado por su compañero, se animó a retirarle el cabello a la mujer para que sus miedos se dispersasen de una vez. El guardia, que aún sostenía en brazos el cuerpo sin vida, no pudo decir o hacer nada durante varios minutos.

Su compañero, que le observaba desde lugar seguro, pronto se vio sumido por la necesidad de ayudarle, así que sin pensárselo dos veces se arrojó al agua helada y nadó hasta colocarse al lado del cuerpo sin vida de la mujer.

Cuando ambos hombres se miraron a los ojos, su palabras parecían haber enmudecido. El guardia más joven posó los ojos sobre la joven sin poder decir o hacer nada. Sin embargo, el más adulto, embriagado por la tensión del momento, permitió que sus dedos se deslizaran entre los cabellos de la mujer para comprobar quién era. Cuando sus ojos vislumbraron su rostro, de su boca salió un alarido de dolor que aún sigue resonando en todo el reino.

La muerte de la diosa afectó notablemente al dios Rewan. Él la quería con todas sus fuerzas, y aún así ella se había quitado la vida. Durante mucho tiempo estuvo enfadado, molesto y consumido por la rabia. Aquellos sentimientos le acompañaron durante un siglo exacto. Frustrado por la necesidad y el anhelo de verla, pidió consejo a su hermano menor, un dios desfigurado y malévolo que deseaba destronar a su hermano mayor.

El dios menor, conocido como Bathran, logró convencer a su hermano mayor para que abandonara su trono durante un tiempo, pues él mismo se encargaría de regentar su cargo hasta su regreso. Rewan, ciego de dolor, no vio la codicia de su hermano, y aceptó de buen grado emprender aquel largo viaje por el inframundo para rescatar el alma de su amada.

Un mes más tarde, el dios Rewan partió de su reino dejando todo atrás, sin ser consciente del grave error que estaba cometiendo.

Viajó sin descanso por todo el inframundo durante siglos hasta que por fin pudo hallar la conocida Tierra de la Eternidad, un lugar que se encuentra oculto a los ojos de los dioses y criaturas del inframundo por igual con el fin de proteger las almas de las personas que han fallecido.

El dios Rewan pasó varios meses en aquellas inhóspitas tierras intentando encontrar a su amada. Las fuerzas comenzaban a fallarle, la desesperación había empezado a ser cada vez más persistente, y se temió lo peor. Cuanto más tiempo pasaba allí, menos recordaba el motivo por el que había ido hasta ese lugar. Hasta que la volvió a ver.

Cuando por fin la encontró la tomó entre sus brazos, pero el alma de la diosa se resistió con todas sus fuerzas. Forcejearon durante horas, hasta que por fin la batalla llegó a su final y el alma de la diosa pudo liberarse de los brazos del dios que la tenía retenida contra su voluntad.

El alma de la diosa empezó a correr en todas direcciones. Desesperada y nuevamente traicionada logró subirse a lomos de una criatura voladora que pasaba por allí, por lo que acabó huyendo a los confines del mundo mientras el dios Rewan se quedaba allí, atrapado para toda la eternidad.

Varios Ewanres que paseaban cerca de los confines del mundo oyeron los gritos de dolor y de auxilio de una joven que estaba pidiendo ayuda con todas sus fuerzas. Cuando se acercaron para ver qué sucedía, el alma de una furiosa Avanthysta se arrojo sobre ellos y les poseyó para siempre.

Cuanto más intentaban resistirse, más poder ejercía ella sobre sus cuerpos. El alma de los Ewanres era fuerte y poderosa, pero por desgracia el poder que ahora poseía Avanthysta era mayor que el de ellos, por lo que no tuvieron posibilidad alguna.

Finalmente y tras una ardua batalla, las almas de los Ewanres, al verse incapaces de recuperar sus cuerpos y expulsar al enemigo de su interior, intentaron escapar para poder ser libres y advertir a su reina de lo que estaba sucediendo. Pero el plan salió mal y sin demasiado éxito, ya que la posesión que tenían les obligó a capturar sus propias almas y meterlas así en pequeños frascos que portaban en las bolsas de tripas de cabra que llevaban atadas a sus cinturas. A estos pequeños frascos se les conoció con el nombre de “Vasos del Olvido”, ya que una vez que el alma del difunto era atrapada no podían pasar a la otra vida, lo que les provocaba un estado de confusión, desorientación y rencor. La locura les hacia plantearse el hecho de por qué habían muerto y su sed de conocimiento les provocaba aún más, hasta tal punto que les hacía ser armas letales e imposibles de controlar.

Como los gritos de las almas atrapadas en un “Vaso del olvido” hacen perder el juicio a su portador o aquellos que las escuchan los Ewanres, ahora conocidos como Devharios, buscaron durante cuatro días y tres noches sin descanso una cueva lo suficiéntemente profunda para que sus almas no les torturasen jamás.

Con las fuerzas al limite se adentraron en una cueva llamada Voronya. Descendieron durante días hasta llegar al fondo de la cueva, y cuando por fin lo lograron comenzaron a excavar con su propias manos para así poder crear una cámara a la que llamarían “La Noche Eterna”, que posteriormente inundaron con sus propias lágrimas heladas hasta convertirla en un lago.

Nadie sabría jamás su localización exacta, ni la profundidad a la que estaban enterradas sus almas, pues cuando salieron de la cámara se encargaron de rellenar la zona con escombros y piedras para que nadie pudiera adentrarse jamás a excepción de ellos.

Salmantore, reina de los Ewanres y madre de aquellos seres que habían sido transformados en Devharios, lloró la perdida de sus hijos durante una semana entera, pues las todas las almas de los Ewanres están comunicadas entre sí creando de esta forma unos lazos afectivos muy fuertes.

Los Ewanres, ahora convertidos en Devharios, regresaron a su hogar con el fin de masacrar a las criaturas más débiles de su pueblo y crear nuevos guerreros más poderosos para que les ayudasen en la guerra que la diosa Avanthysta quería llevar a cabo contra dioses y criaturas de la Tierra por igual.

Cuando la reina se enteró de lo que querían hacer no sólo les expulsó de inmediato de su reino, sino que ella misma se encargó de encerrarles bajo tierra para que no pudieran hacer daño a nadie. Pero tras pasarse varios siglos encerrados hallaron la forma de liberarse y cuando escaparon lo primero que hicieron fue sembrar el terror en las tierras de Menarhe con la ayuda de los Snaskres y los Rewas, nuevas criaturas que la diosa había creado y reclutado tras su huida.

Ophelia levantó la vista hacia el cielo. Donde antes había un enorme techo abovedado de piedra ahora se alzaba un cielo claro y estrellado. La joven princesa se alejó un poco más de su escondite y contempló con fascinación la luna llena que en aquellos momentos se mostraba más bella y hermosa que ninguna otra noche.

Se encaminó hacia su lecho de madera, donde las sábanas ya no eran blancas y mucho menos estaban limpias, y aún así se tumbó y dejó que el tiempo se hundiera con ella en aquella vieja y desgastada cama. La madera emitió un peculiar sonido de queja, algunos trozos se astillaron emitiendo un sonido similar al que hacen las costillas cuando se parten, pero Ophelia no se inmutó. Se quedó allí muy quieta, con los brazos descansando sobre su pecho y con los cabellos revueltos sobre la cama.

El gélido frío del invierno había comenzado a enfriar su delgado y desnutrido cuerpo. Su rostro pronto palideció, y era la viva imagen de la muerte.

Su cuerpo se tensó al oír el aleteo de un murciélago, pues de pronto creyó que su enemigo la había descubierto y le daría muerte mientras ella era incapaz de pedir ayuda o de defenderse por sí misma.

Sus ojos se cerraron mientras intentaba percibir aún más sonidos en la noche. Pero no oyó nada nuevo. Sólo escuchó los gritos y lamentos de los caídos que aún se resistían a morir mientras los Snaskres se divertían con sus cuerpos hundiéndolos en las ciénagas para después bañarles en cera caliente y brea y conservarlos como perfectas estatuas que decoraban los bosques de los Muertos Pétreos.

La muerte estaba en todas partes. En el cielo, en la tierra, incluso en sus propios aposentos. Ophelia la había mirado muy de cerca aquellos tres últimos días en los que había tenido que luchar para sobrevivir, pero ya estaba cansada de tener que soportar todo aquello. Si la muerte la quería esa misma noche, ella no iba a oponer resistencia.

Y con este pensamiento, sus ojos descendieron una vez más hasta alcanzar el medallón que su amado caballero Calisto le había regalado hacía tan sólo un par de días. Aquella hermosa joya era tan delicada y refinada que sintió deseos de llorar.

Le amaba tanto que incluso estaba dispuesta a entregarse a él, aunque ningún Hyrtarew le hubiera dado permiso para unirse a él y procrear a un nuevo ser que en trece meses nacería de su propio vientre.

Ophelia sabía muy bien cuán importante era la ceremonia de la castidad y la pureza para algunos clanes de la tierra, entre los que se incluía su propia especie. A todas las niñas que habían llegado a la edad adulta con su primera menstruación se las examinaba con detalle para comprobar que eran hijas de la diosa Garen, madre y patrona de todas las niñas que pasaban a ser mujeres.

Era un ritual llevado por mujeres y para mujeres. Las doncellas del reino solían reunirse en los bosques de la pureza. Allí se unían a sus otras hermanas conocidas como Erandinas, un clan vecino.

Mujeres y niñas emprendían un largo viaje hasta llegar a la cima de la montaña donde se alzaba el templo de la diosa Garen. El viaje solía durar unos trece meses, representando de esta forma el nacimiento de niña a mujer.

Una vez que conseguían llegar al interior del templo debían de iluminar el camino con las antorchas que habían portado desde su casa sin dejar que se apagaran durante todo el tiempo que duraba su viaje. Si una doncella permitía que su luz se apagara quería decir que no era válida para el matrimonio y por lo tanto se la marcaba con un hierro ardiendo en la frente. La huella que dejaba tras de sí era el símbolo de la feminidad, lo que quería decir que esa mujer no era apta para ser madre ni tener hijos, pues jamás sería una buena esposa ya que no sabía guardar el calor de su hogar.

Una vez alumbrado el camino hasta la sala central, las doncellas tenían que esperar de pie mirando fijamente a una colosal estatua de cinco metros de altura y más de trescientos kilos de peso hecha de marfil, oro y piedras preciosas que representaba a la diosa Garen.

Todas las niñas debían de mirar fijamente a la diosa sin decir o hacer nada que pudiera ofenderla, por lo que tenían que estar largas horas de pie sin moverse hasta que la luna alcanzara su punto más alto en el cielo y los rayos de la noche iluminaban el dedo acusador de la diosa. Sólo entonces se podía iniciar el rito de la verdad.

Una sacerdotisa menor llamada Traveran se colocaba delante de las niñas. A su lado se situaba una hermana de menor grado llamada Bastanea. La aprendiz, a la que se le conocía como Nambinya, se situaba detrás de la hermana de menor grado.

Antes de comenzar la ceremonia había que recitar un juramento de lealtad y fidelidad a la diosa. Todas las mujeres allí presentes tenían que repetirlo sin cesar.

Ante ti me postro, mi buena señora,
para que veas mi cambio de niña a mujer.
He sido fiel a tu principios y a tus leyes.
Ayúdame ahora en este nuevo paso que voy a dar.

Tras repetir de forma incesante una y otra vez estos rezos, las niñas son llamadas una por una hasta la sala de la verdad. Una vez allí son obligadas a tumbarse en un lecho de madera para ser examinadas por una Naret, una sacerdotisa del templo que daba el visto bueno a la doncella para que ésta contrajera nupcias.

Si la niña pasa la prueba y la Naret da el visto bueno, la futura novia portará un lazo blanco, símbolo de su fertilidad y virginidad, que lucirá hasta su noche de bodas. Si en algún momento rompe su sello con la diosa, el lazó cambiara de color revelando su pecado.

Si por el contrario la Naret descubre que una doncella ha mantenido relaciones sexuales sin la aprobación de la diosa se la colocara un lazo de color rojo, símbolo de la sangre que ha perdido durante su primer encuentro sexual.

Las hermanas del templo deberán de azotarla con intensidad hasta que su cuerpo quede lleno de cicatrices. Después, con un hierro incandescente en forma de flor se le grabará en la piel una Nerium oleander o Adelfa, para referirse a ella como una Rosa Laurel bella por fuera pero podrida o venenosa. De esta forma cualquier caballero sabrá que es una mujer fácil y que por lo tanto no es digna de pertenecer a una noble casa ni de llevar el apellido de su esposo.

Pero lo peor de todo era descubrir que una mujer estaba embarazada o había dado a luz, pues entonces ésta era arrojada por la ventana de la vergüenza, completamente desnuda y con una cinta de color negro en la muñeca que indicaba que había deshonrado no sólo a la noble casa de la diosa Garen, sino también a su familia y por lo tanto todas las mujeres de su clan tendrían que expiar el pecado de ella haciendo ofrendas diarias en sus casas a la diosas y dando enormes sumas de dinero al templo para que pudieran levantarles el castigo impuesto por los dioses.

A pesar de todo ello, Ophelia no sentía ni miedo ni reparo por los pensamientos impuros que rodaban su mente cuando su amado Calisto estaba cerca de ella. Le amaba, sí, y estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Incluso a ser arrojada por la ventana de la vergüenza si él la aceptaba como mujer y compañera.

Pero por desgracia Calisto se había marchado de su lado, dejándola desprotegida en aquel terrible lugar, con la escusa de buscar un lugar seguro para ella. Incluso Basha, su fiel y dulce nodriza, se había alejado de ella en busca de algo de comida para poder llevarle a su señora.

Ophelia abrió sus grandes ojos y descendió de su lecho muy despacio. Estaba cansada de esperar, así que decidió que lo mejor que podía hacer era encaminarse en busca de algún tipo de aventura para matar las horas mientras su caballero y fiel nodriza regresaban a su lado con algo de comida y buenas noticias.

Ophelia pronto descubrió que en aquella habitación prácticamente en ruinas había muy poco que hacer. Los cabellos de color castaño claro de Ophelia caían sobre su vestido de canalé de seda de Spitalfields de color crema con motivos florares que seguían unas franjas como si éstas marcaran la línea que debían de seguir las flores. El vestido tenía un ribete metálico que reforzaba la orilla del vestido. A Ophelia lo que más le gustaba de su vestido eran las mangas, ya que eran de pagoda de doble volante, hechas con engageantes triples de encaje de Bruselas y en la parte frontal del vestido se encontraba con un delantal de gasa de seda con flecos y pasamanería y decoración de chenilla.

Tiempo atrás sus ropas habían lucido un color más vivo y brillante, sus cabellos un mejor peinado e incluso su rostro había tenido un tono más lozano y saludable, pero ahora las cosas eran muy diferentes. La guerra había traído consigo el hambre, las enfermedades, la desesperación y la temida muerte.

Ophelia decidió que lo mejor que podía hacer para que el tiempo pasara más deprisa era volver a caminar por los largos y ruinosos pasillos del castillo de su difunta familia, a pesar de que se le había prohibido estrictamente que saliera de su habitación completamente sola. Tras asegurarse de que no sería atacada según abriera la puerta, Ophelia abandonó su dormitorio y comenzó a caminar entre las ruinas de su viejo castillo ajena a todas las advertencias que le habían lanzado.

Mientras saltaba entre las rocas y pasaba entre los muros ahora derribados comenzó a cantar una canción de forma lenta y suave, para que nadie más que ella pudiera oírla pero que le hiciera compañía en la soledad de la noche.

Había llegado a la sala de armas del castillo cuando oyó dos voces que le resultaron familiares. Ophelia se ocultó tras uno de los pilares que sostenía la pesada bóveda gótica que se alzaba sobre su cabeza y se asomó con cuidado de no ser vista para mirar con más detalle la escena que se estaba representando ante sus ojos.

Mi señor Calisto, tengo tanto miedo que no sé cómo podré hacer que mi corazón, que ahora se agita de forma turbia y violenta, se calme para dar paso a la serenidad.

El rostro aniñado de Basha se hundió entre los brazos de su amado.

No temáis, mi noble señora. - Las manos de Calisto se hundieron en el rostro de su amada antes de continuar hablando- Pues con este casto beso que os otorgo en vuestros labios, os daré la paz y la esperanza que tanto necesitáis.- La voz de Calisto no temblaba. Su firmeza y determinación le hicieron aún más atractivo ante aquella situación.

Y en aquellos momentos Basha, la fiel amiga, doncella y nodriza de Ophelia, besó con pasión los labios de su amado caballero Calisto, quien la atraía contra sí para poder retenerla para siempre entre sus brazos.

Una Ophelia dolida y con el corazón roto salió corriendo del cuarto de armas dejando tras de sí el medallón que su amado Calisto tiempo atrás le había regalado por su decimoquinto cumpleaños.

La joya que cayó al suelo golpeó repetidamente, haciendo que los dos amantes que habían sido descubiertos interrumpieran su escena de amor.

Mientras tanto una desconsolada princesa se alejaba del castillo que hasta ahora la había estado protegiendo para adentrarse en el bosque donde la muerte acechaba detrás de cada sauce llorón, acacia de China, carapa y roble...


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Capítulo II- Sueños de amor y muerte.

ᾏgitada y con el corazón desbocado, la joven princesa se adentró sola en el bosque de la muerte. Su mente estaba confundida y su corazón no cesaba de sangrar debido a las heridas que le había infligido el desamor que había sufrido.

Las secas y retorcidas ramas de los arboles que allí moraban no cesaban de enredarse entre los cabellos de la princesa, como si intentaran atrapar la belleza y el color de éstos para así poder teñir sus propias hojas ahora marchitas. Pero la joven Ophelia parecía resistirse a que le quitaran lo poco que le quedaba, por lo que tiró con fuerza de una de las ramas permitiéndole quedarse enredada entre los delgados y finos rizos que se formaban en la parte inferior de su cabello.

Llevaba horas caminando. Posiblemente dando vueltas en círculo. Pero nada de eso importaba ya. Su corazón estaba herido de muerte, y sin saber muy bien por qué, deseaba encontrar un lugar en el que poder yacer para siempre, pues ¿cómo demonios consigue alguien revivir a un amor que ha muerto?

Ophelia dejó atrás sus zapatos cuando llegó al cruce de caminos. Le molestaban, le hacían demasiado daño como para querer seguir llevándolos puestos. Los miró con detalle y pensó que ojalá fuera tan sencillo deshacerse del corazón como de aquella prenda, pues el peso que ahora mismo tenía que soportar era demasiado para una niña de quince años como ella.

Quería gritarle al cielo ensangrentado cuánto odiaba su vida, cuánto maldecía estar viva, pero a la vez tenía miedo de hacerlo y correr la misma suerte que sus familiares, amigos y conocidos, por lo que se quedó en silencio, quieta e inmóvil en aquel cruce de caminos, mientras esperaba que sucediera algo, sin saber muy bien el qué.

Cuando comenzó a sentir que los dedos de los pies se le entumecían por el frío pensó que era el momento de tomar una decisión. Si volvía sobre sus propios pasos afrontaría el hecho de que su amado caballero Calisto no la amaba y sólo la protegía porque era su deber como caballero. Pero si seguía caminando era posible que él regresara a su lado, que le diera una explicación y quizás, solo quizás, tuviera una oportunidad de poder explicarle todo cuanto sentía por él y cuánto significaba en su vida.

Pero fue entonces cuando vio en su mente el rostro de su querida, fiel y dulce nodriza Basha. Y entonces su corazón herido y celoso ideó un plan casi perfecto que llevaría a cabo antes de que el primer rayo de sol despuntara sobre la nueva mañana del que sería el comienzo de un nuevo amor.

Despacio y de forma lenta y paulatina regresó sobre sus propios pasos, con la mirada puesta en el horizonte. Las heridas de su amor habían comenzado a supurar con sentimientos tales como la rabia, ira, los celos, la insensatez, el odio...

Si su amado caballero Calisto no podía ser de ella, tampoco lo sería de nadie más. Además, si en su reino sólo quedaba ella como mujer, tarde o temprano Calisto aplacaría sus necesidades varoniles con ella y solo así sería suyo para siempre.

Y con ese pensamiento en mente fue dando pequeños saltos de alegría de regreso a casa, tarareando en su mente una triste y trágica canción de amor.


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Capítulo III- La lengua de los infames.

Ła luz de la luna había comenzado a seguir los pasos que Ophelia había dejado tras de sí, tras abandonar el bosque de la muerte. La joven princesa parecía haber recuperado la vitalidad y la esperanza de golpe. Miró al frente y pronto divisó el rostro lleno de preocupación de su joven nodriza alzarse entre las ruinas del castillo, expuesta al peligro de ser descubierta por un Devhario o un Ewanres o cualquier otra criatura que actualmente estuviera azotando la tierra de Menarhe.

Ophelia pensó en llamarla por su nombre, pero pensó que lo que mejor que podía hacer era seguir el propio plan que ella había tramado, pues al fin y al cabo resultaría más efectivo si se aseguraba de que nadie la seguía.

Caminó de forma apresurada hasta dar con ella. Al parecer la joven nodriza, que parecía un tanto despistada y alterada no se había percatado de su presencia hasta que ambas mujeres quedaron a la misma altura.

- Mi señora. - Dijo al fin la nodriza- Por fin os encuentro. - Continuó con cierto todo de alivio en su voz.- Estaba muy preocupada por usted, me temí lo peor cuando no la encontré en sus aposentos. El caballero Calisto y yo la hemos estado buscando por todas partes.- La joven mujer tomó aire antes de continuar la frase.- No sabíamos ya por donde seguir buscando.

Ophelia miró con cierto recelo a su nodriza, pero pensó en dedicarle una breve y ligera sonrisa para que ella no se sintiera alarmada y sospechara de sus intenciones.

- Lo lamento.- Dijo intentando convencerse a sí misma de que aquellas palabras eran ciertas. - Estaba un poco cansada de esperar buenas noticias, así que decidí dar un pequeño paseo por los alrededores.

La nodriza soltó un alarido y su rostro se llenó de horror casi al instante.

- Mi señora, no podéis salir sin escolta. Ya sabéis cuán peligroso es salir a a estas horas de la noche y sobre todo con las criaturas que andan merodeando por los alrededores. Venid conmigo, os llevaré junto al caballero Calisto y él sabrá dónde podéis guardaros hasta que pase la noche.

La nodriza sujetó con fuerza a la joven Ophelia, tirando de su brazo, haciendo ademán por llevarla en favor de sus intereses para así ponerla a salvo. Pero la joven se resistió y se soltó con cierta brusquedad del brazo de su nodriza.

- ¡No!...- Exclamó la joven princesa con fuerza, mientras intentaba con todas sus fuerzas deshacerse de esa poderosa mano que la sujetaba con firmeza.

Basha se quedó muy quieta, observando la reacción de la joven y los movimientos de ésta.

- Quiero decir... - Ophelia tragó saliva y respiró profundamente antes de continuar. - No es necesario que acudamos a su lado de forma tan apresurada, ¿no crees? He pensado que tú yo podríamos dar un paseo. Las dos juntas. Solas - Ophelia comenzó a juguetear con sus cabellos, enredado sus dedos para así crear tirabuzones. - Ya sabes, como en los viejos tiempos.

Basha la nodriza pensó en la propuesta de su señora durante un breve periodo de tiempo, como si aquella propuesta no sonara del todo mal.

- No es seguro, querida princesa.- Dijo finalmente tras meditar durante varios segundos la idea en su cabeza. - Lo mejor que podemos hacer en estos momentos es reunirnos con el caballero Calisto para decidir dónde vamos a pasar la noche.

La joven tiró de la mano de su nodriza y comenzó a moverla de un lado para otro.

- ¡Por favor....! - Comenzó a suplicar una desesperada Ophelia temerosa de que su plan se fuera al traste.

La mujer negó con la cabeza. La idea era demasiado arriesgada como para poner en peligro la vida de su princesa.

- Me temo que no va a ser posible, mi señora. Es un riesgo que no deseo correr.

La joven Ophelia frunció el ceño. Pero no estaba dispuesta rendirse así como así, por lo que finalmente dejó que su cuerpo se hundiera sobre el frío manto de las hojas secas y heladas que se encontraban tiradas sobre el suelo como si alguien las hubiera dejado allí colocadas a propósito.

- Te lo suplico, mi querida nodriza. Nunca os he pedido nada desde que os conozco hasta esta noche. Necesito saber qué ha sido de mi reino. Anhelo hallar algo de esperanza a través de este bosque de muerte que se alza en frente de nuestros ojos de forma majestuosa. -Ophelia alzó la cabeza y de sus ojos brotaban un sin fin de lágrimas. Su mano temblorosa señalaba con desconcierto el bosque en el que momentos antes había estado. - Os lo ruego. Es lo único que os pido.

Basha la nodriza no se dejó convencer por aquellas lágrimas y palabras desesperadas. Aquella descabellada idea era demasiado peligrosa como para que se pusiera en practica. Ella también anhelaba dar largos paseos junto a su señora a través de los densos bosques que rodeaban el castillo ahora en ruinas, pero la sola idea de poner en peligro a su princesa la hacía estremecerse de terror.

- Me temo, mi señora, que tengo que negarme a esta petición.

Basha se agachó para colocarse al lado de su princesa. Su larga capa de terciopelo de color negro se extendió sobre el suelo, otorgándole una majestuosidad a la tierra árida y sangrienta que no se merecía por haber dejado que sus hijos hubieran muerto en vano y bañaran con su sangre las raíces y hojas que no parecían encontrar un lugar definitivo en el que asentarse.

Basha alzó una de sus manos y retiró la maravillosa capucha bordada en oro con motivos florares que cubría su rostro.

Basha deslizó los dedos de su mano con suavidad sobre su broche y lo abrió con sumo cuidado para permitir a su capa deslizarse con cuidado sobre sus hombros. El frío y gélido invierno comenzó a colarse entre sus telas mientras la joven nodriza le tendía a su señora la capa con sumo cuidado para colocársela por encima de los hombros y cubrirla para que no enfermara debido a las bajas temperaturas de la zona.

Basha, quien iba envuelta en un vestido de terciopelo de color burdeos y de corte medieval hecho por ella misma, sintió como el frío filtraba a través de las telas helándole hasta el alma, pero aún así no sé quejó y no hizo ninguna clase de comentario al respecto.

Basha resultaba ser una mujer muy pero que muy bella. Sus largos cabellos de color negro azabache parecían encajar con sus ojos del mismo color, pues eran grandes, negros y muy profundos. Como su piel era tan blanca como la luna encajaba a la perfección con el ideal femenino de la época.

Ophelia era muy bella, pero su belleza quedaba eclipsada cuando ambas mujeres estaban cerca la una de la otra. Eso a Ophelia nunca le había importado hasta aquella noche.

Ophelia se molesto aún más al verse envuelta por aquellas atenciones, por ese tipo de devoción y dedicación que la hacía tan especial a los ojos de su amado Calisto.

- No voy a discutir más contigo, nodriza. - Ophelia nunca usaba el nombre de su dama de compañía cuando estaba molesta con ella, pero la circunstancias lo merecían. - Obedecerás mis órdenes sin rechistar, soy tu princesa, tu señora y por lo tanto mis órdenes son sagradas y has de cumplirlas. - La orden fue simple y clara.

Basha quiso negarse. No quería darle la razón, pero si se negaba estaría incumpliendo sus funciones.

- Aún así...- Dijo con voz temblorosa a medida que la temperatura de su cuerpo iba poco a poco descendiendo. - He de negarme a vuestra petición, mi señora. - Cada vez le costaba más articular palabra alguna. - Aún siendo consciente de que no debo desobedecer una orden real. Pero dado que vuestra seguridad tiene prioridad sobre cualquier otra orden, he de pediros que me sigáis hasta un lugar seguro.

Ophelia se levantó de golpe. No estaba dispuesta a obedecerla sin más, no sin luchar. Aquella mujer iba a quitarle al hombre que amaba, a la única persona que le quedaba en este mundo y no estaba dispuesta a aceptarlo, por lo que acabó sujetando con fuerza la capa que su nodriza le había dado y volvió a ocultarse en el interior del bosque llevándose consigo las voces y súplicas de su nodriza.


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Capítulo IV- La virgen del lago encantado.

Īncluso en la lejanía, las suplicas y lamentos que emitía su desconsolada nodriza no le hicieron cambiar de opinión. Ophelia estaba dispuesta llegar hasta el final con tal de conseguir que su amado Calisto fuera sólo para ella, aunque para ello tuviera que deshacerse de su fiel y servicial nodriza que durante tantos años había estado cuidando de ella.

El gélido viento se alzó contra Ophelia como si intentara disuadirla de la disparatada idea que no cesaba de rondarle la cabeza, pero ella no se detuvo y siguió caminando hasta alcanzar el claro del bosque, hasta lograr perderse en la oscura noche que había comenzado a abrirse a su paso.

A medida que iba avanzando Ophelia fue cada vez más consciente de que la muerte se hallaba en cada rama, tronco retorcido u hoja seca que se encontraba en el suelo. Aquel bosque se había convertido en un lugar banal, un laberinto sin salida para la desesperación y la desolación.

Ophelia vagó de un lado para otro sin encontrar un rumbo fijo al que dirigirse. Se detuvo cerca de un pequeño lago de aguas turbias y sucias. Los juncos se alzaban varios metros hacia el aire como si con sus hojas intentaran atrapar las viejas ramas del viejo sauce llorón que estaba a punto de desplomarse sobre ellas.

Las rocas más próximas a la laguna estaban llenas de barro y eran demasiado escurridizas como para acercarse sin correr el peligro de caerse contra el suelo, por lo que Ophelia se quedó sentada cerca de las raíces que sobresalían del viejo sauce llorón esperando sin saber que tenía qué esperar.

El lugar estaba tan silencioso que si hubiera sido verano hubiera podido escuchar con claridad el ruido de los animales nocturnos, pero en lugar de ello el viento trajo consigo un sonido lamentable y lastimero que le dejó una desagradable sensación.

Ophelia de pronto sintió el enorme peso del mundo sobre sus hombros y comenzó a llorar desconsolada. Era la última de su especie, la última mujer del clan de los Ghartherian y no estaba ni mucho menos preparada para que el peso de su raza y del mundo recayera sobre sus hombros.

Y aún así allí estaba ella, pensado en asesinar a sangre fría a su propia nodriza, a la mujer que durante tanto tiempo la había estado cuidando por un amor no correspondido.

Ophelia se levantó muy despacio, dejando que los bajos de sus vestido se mancharan una vez más con el musgo y barro del suelo. Camino varios pasos de forma torpe sintiendo que en cualquier momento iba a perder el equilibrio y se iba a golpear contra el suelo en cuanto pusiera un pie en falso en alguna de aquellas escurridizas rocas.

Y aun así, aún a riesgo de sufrir una caída lenta, aparatosa y dolorosa, continuó caminando, dando pequeños pasos, como si quisiera guardarlos con tesón sin ser consciente de que la vida se asemeja mucho a la situación que en aquellos momentos ella estaba viviendo.

Un paso en falso y puedes caerte, pero: ¿qué fuerza sobrehumana hace que te levantes? El coraje, pensó durante unos instantes, el tesón y la dedicación, el afán de superación. Todos estos movimientos perfectamente ejecutados nos hacen sentir seguros y poderosos.

Ophelia llegó hasta el borde de la orilla, llenando así sus pies y su vestido de barro, dejando que las puntas de sus zapatos se humedecieran y se enfriaran, pues el agua había traspasado la fina tela con la que habían sido fabricados.

Sus pequeñas y delicadas manos se alzaron en el aire y tocaron con la yema de los dedos las ramas secas del sauce llorón. Sus ojos se movieron sin tener ningún destino fijo sobre el que posarse, pues saltaban de un lugar a otro sin saber muy bien en qué lugar debían concentrarse.

La soledad que en aquellos momentos se había mantenido alejada de ella, oculta tras los arboles o los matorrales ahora fríos y helados, se había apresurado hasta quedarse a su lado, mientras la cogía de la mano y la mecía en un mar de sentimientos de culpa y remordimientos. Algo que por supuesto Ophelia no podía soportar.

Su labios ya no esbozaban grandes sonrisas y en su rostro ya no se pintaban esbozos de alegría, pues la pena era tan grande que ni tan siquiera recordaba ya cómo era ser feliz. Incluso su mente jugueteó con la idea de pensar que la felicidad nunca le había pertenecido o había habitado en su corazón.

Sin previo aviso sus ojos encontraron un lugar en el que posarse, el lago. Ophelia se quedó muy quieta observándose a si misma, estudiándose, como si a través de aquel reflejo pudiera encontrar una solución a todos sus problemas.

No le gustó lo que vio. Se vio a sí misma y a su vez no se reconoció. Pues como solían decir los ancianos de su comunidad: “Si el alma no está en paz no verás tu propio reflejo en el agua, sino que encontrarás reflejados los propios demonios que has estado guardando durante toda tu existencia en tu corazón marchito”.

Ella no había sido capaz de entender aquella mística frase hasta aquella noche. La misma en la que se había visto a sí misma reflejada llevando consigo sentimientos como la rabia, los celos o la ira.

Con un terrible sentimiento de culpabilidad sobre su pecho dejó que las lágrimas brotaran una vez más con fuerza de sus ojos sin querer apartarlas de sus mejillas heladas.

Ella misma pensó que no era mucho mejor que un Devhario un Snaskres o un Rewas. Al menos ellos eran criaturas crueles por naturaleza cuya de sed de sangre era más fuerte que el razonamiento. Pero ella era una princesa, alguien de la realeza, una autentica Ghartherian, un ser despreciable.

Ophelia no pudo soportarlo. Sus manos se alzaron contra su rostro y comenzó a arañarse la cara. No soportaba verse a sí misma. Las uñas de sus dedos comenzaron a arrastrar tras de si pequeños fragmentos de piel y sangre. Las heridas que había comenzado a autoinfligirse le hicieron gritar de dolor. La sangre caliente que emanaba de sus heridas comenzó a escurrirse a través de sus mejillas, cuello y pecho. El dolor era tal que no pudo reprimir los gritos que evocaron sus labios cuando sus lágrimas saladas tocaron sus heridas ahora calientes.

Princesa. - Calisto se quedó sin aliento, perplejo ante aquella horrible visión que estaba presenciando con sus ojos. ¿Cómo podía alguien en su sano juicio cometer tal fatalidad contra su propio cuerpo?

Calisto no esperó ninguna clase de explicación o razonamiento alguno que le indicara por qué su princesa estaba cometiendo tal atrocidad contra su cuerpo. Corrió hasta ella y la detuvo antes de que sus heridas fueran imposibles de sanar sin que dejaran ningún tipo de marca.

Ophelia intentó deshacerse de las manos que le habían aprisionado las muñecas y la habían obligado a alzarse en el aire, lo suficientemente lejos como para impedir que continuara haciéndose daño.

- Suéltame. - Ophelia comenzó a gritar mientras se revolvía intentando escapar del abrazo de su protector.

Calisto negó con la cabeza, sin emitir ningún tipo de sonido, pues estaba tan conmocionado por lo que acaba de ver que le resultó casi imposible articular palabra alguna.

- He dicho que me sueltes. - Volvió a gritarle Ophelia, tras oponer cierta resistencia contra su protector.

Las manos de Calisto dejaron la suficiente fuerza como para que su princesa no pudiera moverlas. Poco a poco y estudiando cada uno de sus movimientos la ayudó a bajar sus brazos hasta que quedaron a la altura de su cintura.

La sangre de la princesa aún corría de forma descuidada por sus mejillas, mientras sus lágrimas saladas se deslizaban por sus heridas provocándole un dolor difícil de soportar.

Las pupilas de Ophelia temblaron ligeramente, su corazón quería encontrarse con la mirada de su amado, pero su mente no le permitía cometer tal acto de temeridad.

Los segundos corrieron dejando paso a los minutos. Ophelia respiró hondo, las lágrimas habían cesado, y sin apenas aliento le habló a su amado príncipe desde lo más profundo de su corazón.

- Soy una mala persona, Calisto. No merezco tenerte aquí, a mi lado.

El caballero de la princesa no dijo nada. Simplemente se quedó en silencio escuchándola mientras dejaba que ella se desahogara.

- Te amo, Calisto. - Ophelia no dudó ni un instante de sus palabras. Y al ver que Calisto no la interrumpía continuó hablando. - Supongo que no tengo derecho alguno a confesarte este amor, pero aún así quiero hacerlo.

Calisto, que momentos antes rodeaba con sus manos las muñecas de la princesa las soltó de golpe, como si estas le hubieran dado una pequeña descarga eléctrica.

- Ya no me quedan en la memoria bellos recuerdos a los que aferrarme para superar el dolor que me ha producido esta guerra sin sentido. - Ophelia no levantó la cabeza ni una sola vez para posar sus ojos sobre el rostro de Calisto. - Y aún así, el único bello recuerdo que no consigo olvidar fue el día que os conocí, mi señor. - Durante unos breves instantes se hizo el silencio.- Recuerdo que yo no era más que una niña cuando mis ojos se cruzaron con los vuestros. Y vos, mi señor, teníais los ojos fijos en este mismo lago. Fijos en la orilla contemplando la serenidad de sus aguas. La luz del sol se filtraba a través del denso follaje y se fragmentaba en las cristalinas aguas. No dijiste nada, ni tan siquiera te diste la vuelta para hablar conmigo, pero aún así yo me sentía segura a tu lado. Tu paz y serenidad desvanecieron cualquier tipo de duda sobre mi futuro o el futuro de mis tierras. El mismo día que te conocí, fue el día que supe que mi tierra estaba en guerra contra otros reinos.

Calisto suspiró levemente. Contuvo la respiración y volvió a expirar dejando que el aire se fuera poco a poco de sus pulmones. Como si esas sinceras palabras estuvieran siendo una carga difícil de soportar.

- Lo recuerdo. - Finalmente Calisto se atrevió a alzar su voz en medio de aquella sincera confesión.- Tú no eras más que una niña a la que le asustaba la oscuridad y a la que le encantaba esconderse detrás de las piernas de sus padres. - Su mente se desvió lentamente buscando un punto donde ocultar sus ojos, antes de continuar hablando.- Y aún así, en aquella lejana época, tú eras capaz de adentrarte sola en este bosque de muerte y desesperación con el único fin de tenderme tu mano y hacerme regresar a palacio.

Ophelia dejó que sus lágrimas volvieran a cubrir sus mejillas, ahora rojizas y doloridas. El escozor le provocó pequeños calambres que la molestaron en mayor medida.

- No estaba seguro de por qué una niña como tú era capaz de adentrarse en un lugar como este. Pero aún así me encantaba que lo hicieras para buscarme sólo a mí. No importaba lo lejos que me hubiera ido o lo escondido que estuviera, tú siempre hallabas la forma de encontrarme.

Calisto esbozó una tímida sonrisa. Se retiró el largo flequillo de color plateado de su rostro y continuó hablando.

- Tu pequeña mano siempre me buscaba. Siempre necesitaba ser atrapada por la mía. Y eso me hacía sentir de algún modo extraño. - Calisto posó sus ojos fríos como el cristal sobre el rostro aún compungido de la princesa. - No sé lo que sentía o siento por ti, Ophelia, pero no es un sentimiento al que se le pueda poner un nombre y decir lo que es. Te veo como una mujer bella y muy hermosa, la cual tiene un valor increíble. A la cual admiro profundamente. Y aún así, a pesar de cuanto te respeto y admiro, soy incapaz de enamorarme de ti. Porque para mí tú eres inalcanzable, una estrella fugaz que surca el cielo estrellado en una noche de verano. No importa lo inalcanzable o brillante que seas. Tú nunca podrás ser alcanzada o deslumbrada por ninguna otra estrella. Porque tú eres y siempre serás la más hermosa de todo el firmamento. - La voz de Calisto pareció romperse.

Ophelia dejó de llorar en aquellos mismos instantes. Su corazón se quedó un poco más aliviado a pesar de haber sido rechazada. Intentó mover sus labios pero no pudo. Quería de todo corazón gesticular alguna palabra que fuera lo suficientemente buena como para ser capaz de estar a la altura de las más bellas frases que su galán le había otorgado, pero no fue capaz de encontrarlas.

Calisto alzó su mano en el aire, llevándose el dedo índice contra sus labios. Ophelia enseguida comprendió aquel gesto. Le estaba pidiendo que guardara silencio, por lo que se quedó completamente callada conteniendo la respiración para que el oído de Calisto pudiera concentrarse en los sonidos de la noche.

El gélido viento volvió a alzarse de nuevo en el aire, y esta vez trajo consigo un ruido que perturbó la paz que había comenzado a crecer entre ellos dos. Calisto desenfundó su arma y alzó su espada de metal dejándola desnuda en el cielo.

El frió acero silbó de forma temblorosa al viento, como si con este acto pudiera desafiar a sus enemigos invitándoles a que se marcharan lejos, a que no alzaran sus armas contra su amo y señor. Pero por desgracia aquella amenaza no sirvió de mucha ayuda, ya que para lo señores de la guerra, un silbido como aquel era sinónimo de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo.

Los ojos de la princesa bailaron de forma temblorosa en el interior de sus cuencas. Sus labios y dientes ahora castañearon una melodía rítmica que se podía equivocar muy bien con las bajas temperaturas del lugar. Sus labios y dientes no temblaban y se movían de forma esporádica por el frío, sino por un instinto aún más primitivo: el miedo.

Ophelia alzó su temblorosa mano en el aire, como si buscara algo, sin saber muy bien el qué. Calisto no se sintió intimidado cuando la mano de su princesa le buscó a escondidas en medio de aquel claro. Su mano, callosa por el uso de la espada, se aferró con fuerza a la pequeña mano de su princesa entrelazando los dedos contra los de ella.

El corazón de Ophelia se debatió en un mar de sentimientos. Por un lado se sentía aliviada, querida, e incluso aceptada por Calisto, pero por otro lado el sentimiento irracional del miedo, el terror, la desconfianza, la debilitó hasta el punto de sentirse desfallecer en aquellos momentos.

El denso follaje comenzó a moverse. No de forma rápida y apresurada, sino más bien de forma lenta y contagiosa, pues antes de que los ojos de ambos pudieran ser conscientes de lo que estaba sucediendo varios ramas y arbustos comenzaron a moverse de igual forma.

- Tengo miedo, mi señor. Oigo cómo la muerte se acerca de forma pretenciosa hasta mí. Reclamando lo que por derecho propio le pertenece. Los tambores y trompetas se vuelven cada vez más ensordecedores. La siento, mi señor. - Ophelia dejó de apretarle la mano a Calisto. - Me llama por mi verdadero nombre. Creo, mi señor, que finalmente me ha llegado la hora de deciros adiós.

Calisto negó con la cabeza. Él no podía sentir la muerte, ni oírla, pero sí que podía arrebatar a la negra dama el alma de su princesa, para que ella pudiera seguir viviendo, para que trajera de nuevo la esperanza a su pueblo. Mientras él siguiera con vida y el tiempo de su mortalidad no se hubiera detenido, él seguiría luchando por ella, por su princesa. Aunque que no le quedara ni una pizca de aliento, aunque hubiera perdido todas sus fuerzas, él hallaría la forma de seguir luchando hasta que no hubiese ni una sola gota de sangre corriendo por sus venas.

Un grito ahogado rompió el silencio de la noche. Ophelia y Calisto se estremecieron al oír los gritos de súplica y dolor. Una voz que se apagaba, una vida que se iba, les dejó a ambos paralizados, pues la muerte se había cobrado una nueva vida, la de Basha; fiel nodriza, buena amiga y compañera.

Una luz destelleante se abrió paso a través del negro cielo iluminando la oscuridad, era el alma pura de Basha, ahora arrebatada a manos de unos asesinos sin escrúpulos.

Calisto apretó con fuerza la mano de su princesa, perdiendo sus ojos en dirección al camino que momentos antes había tomado hasta encontrarla. Su corazón se encogió de dolor y de sus ojos brotó una sola lágrima. Una lágrima que al contacto con el aire se cristalizó y se convirtió en una lagrima de cristal en el mismo instante en que se posó sobre el suelo sin romperse.

Ophelia apretó con fuerza la mano de Calisto. Se acercó hasta él y posó su rostro sobre sus hombros hundiendo su cara sobre las raídas vestiduras de su señor. En cuanto la tela entró en contacto con sus ojos Ophelia permitió que el dolor que hasta el momento había estado cobijado en el interior de su pecho saliera a flote.

El rostro de Calisto se tensó tanto por el dolor, la rabia y el resentimiento que durante unos breves instantes pensó que sus músculos acabarían fragmentándose en mil pedazos.

Ophelia por su parte sintió como el enorme peso del mundo volvía a hundirse sobre los hombros de su amado Calisto, pues éstos se habían endurecido y tensado hasta el punto de resultar incómodos y ciertamente dolorosos.

La raza a la que pertenecía Calisto no le permitía derramar más que una sola lágrima en toda la eternidad para el ser al que ellos escogieran amar. Para una raza que tenía tantas cosas en común con los humanos el hecho de no poder sobrellevar una pérdida de un ser querido o de una persona amada obligaba a muchos a mantener una vida de celibato.

Pero Calisto, quien siempre había destacado por ser un hombre lleno de virtudes y de muy pocos defectos, había decidido arriesgarse a amar. Y ahora esa decisión le haría desembocar en una profunda depresión que le llevaría hasta el borde de la locura. Pues el dolor que sienten las personas de su raza es tan insoportable que la única forma de acabar con su pena es quitándose su propia vida aún a riesgo de condenar su alma para toda la eternidad.

- Debemos irnos, mi señora. - El tono de voz que empleó Calisto distó mucho de ser cercano y amable, lo cual hizo sospechar a Ophelia de que en parte la culpaba por la muerte de su amada.

La joven princesa no estaba muy segura de que aquella fuera una buena idea. Y aún así no tuvo el valor suficiente para discutirla con Calisto.

Dejando atrás el cuerpo sin vida de su nodriza y con las terribles criaturas siguiéndoles muy de cerca, Ophelia y Calisto emprendieron un largo viaje que duró cuatro días y tres noches. Un largo viaje cuyo final estaba cerca.



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Capítulo V- Luna de sangre.

Ŀa gloria no es para aquellos que la desean,
sino para aquellos que son merecedores de ella.

Calisto sostuvo con cuidado su espada, leyendo una y otra vez el filo de ésta, en el que venían grabadas esas mismas palabras que servían de apoyo a la orden a la que pertenecía. Cuando Calisto aceptó a Thanea, su espada, lo hizo aun siendo consciente del sacrificio que eso supondría. Un caballero de Menarhe jamás debe temer por su vida a pesar de ser consciente de que su muerte puede estar cercana. Si su muerte sirve para proteger a su rey o al reino de éste lo hará de forma gustosa y será recordado como héroe.

Thanea la justa era la más magnífica de todas las espadas jamás forjadas por el hombre. Bella y leal, había pertenecido a la orden de Menarhe desde el comienzo de los tiempos. La leyenda de su forja se pierde en los anales del tiempo. Nadie sabe quién la forjó o cómo la crearon, por lo que su valor resulta incalculable.

Sólo los más grandes caballeros pertenecientes a la orden de Menarhe podían portarla. Ningún rey la había alzado jamás en el campo de batalla, pues Thanea fue creada para el servicio del rey y no para que éste la pudiera empuñar.

Calisto observó con detalle el filo de su espada; siempre afilado, siempre reluciente, siempre preparado para la guerra y para defender a su señor. El problema era que ahora la sangre de su señor se había derramado hacía ya demasiado tiempo y no había ningún tipo de conexión entre la espada y la persona a la que debía proteger.

Ophelia seguía tendida en el suelo, durmiendo tan plácidamente como el dolor, la pena y los remordimientos se lo permitían. El suelo estaba demasiado duro y frío y aún así, sin saber muy bien cómo, acabó conciliando el sueño.

Calisto por su parte se mantuvo durante varias horas despierto hasta que el agotamiento se lo permitió. Faltaban pocas horas para la caída del sol, por lo que debía aprovechar ese tiempo para dormir. En cuanto Ophelia se despertara harían el ritual de la luna de sangre; hasta entonces podía descansar tranquilamente en aquel duro y frío suelo, tan poco apropiado para una mujer de su clase.

Ophelia dejó que sus sueños la transportaran a tiempos mejores, cuando su padre aún vivía. No sabía cuánto le añoraba hasta que le recordó en sus sueños y volvió a ver su semblante. En sus sueños su padre estaba cerca de ella. Ambos se encontraban en sus aposentos, aquellos que tiempo atrás tuvieron un mejor aspecto, una mayor gloria.

Silencioso, su padre aguardaba el momento de tomar la palabra para iniciar una conversación. Ophelia se quedó observándole, recordando todas sus facciones, sus gustos en la vestimenta, su carácter distante.

Los cabellos de su padre eran de color negro como el carbón y tan lisos que cuando ella era pequeña los asemejaba con hilos de coser. Siempre llevaba el cabello recogido. Su prominente frente se abría paso a través de su cara. Sus finas y puntiagudas cejas le daban aún un aspecto más feroz. Sin embargo, su rostro parecía relajarse con el color de su ojos, azules como el cielo. Su pequeña y ancha nariz solía estar siempre hinchada debido a que respiraba con dificultad, y aún así su padre nunca mostraba sus debilidades ante ella y ante nadie. Su fina y alargada boca nunca dibujaba bellas sonrisas. Sin embargo, Ophelia tenía algún recuerdo de cómo se formaban en su rostro las sonrisas de la felicidad.

Su padre era un hombre alto. Muy alto. Quizás demasiado para su época, lo que le daba un aspecto más fiero. Su delgado cuerpo estaba cubierto por una larga toga confeccionada a mano por el sastre de la corte.

Las túnicas que solía utilizar su padre tenían un corte perfecto y una caída asombrosa. Bordadas con hilo de oro, las túnicas siempre portaban algún sello real sin importar el tamaño. Creadas con las mejores telas como la angora, cachemira, y gasa, las telas siempre estaban adornadas con motivos florares grabados en la tela.

Su padre se movió lentamente, casi a cámara lenta, como si le costara darse la vuelta y aceptar el hecho de que él ya no estaba vivo y que lo que estaba viviendo era sólo una conexión con los sueños de su hija que duraría entre varios segundos o varias horas dependiendo del tiempo que los dioses le permitieran estar al lado de su pequeña.

Su padre comenzó a caminar a través de sus aposentos sin mirar a su hija, sin ni tan siquiera detenerse para posar sus azulados ojos sobre los de ella. Ophelia le miró de reojo, pero enseguida agachó su cabeza y fijó su mirada en el suelo, como solía hacerlo cuando su padre aún estaba vivo.

Su progenitor tomó varias bocanadas de aire antes de comenzar a hablar.

- Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos. - Su tono de voz era tan áspero y rudo que Ophelia sintió como su pecho se oprimía con sus palabras. - Y aún así los dioses me han dado esta nueva oportunidad para poder verte, hija mía.

La estancia estaba iluminada por candelabros llenos de velas. El suave viento mecía las cortinas y la oscuridad parecía engullirles a través de las ventanas.

- He venido para anunciarte que tu momento ha llegado. Has de ser consciente de que no te queda mucho tiempo en esta vida terrenal, hija mía.

Ophelia levantó el rostro del suelo y su semblante se llenó de preocupación. Su estómago se hizo un nudo y las palabras comenzaron a ahogarla.

- Tiempo atrás tu madre y yo te habríamos enviado al templo de la diosa Garen para que ella te bendijera y te diera un lazo blanco símbolo de tu pureza y fertilidad. Pero ahora las viejas costumbres han desaparecido con la guerra, por lo que aun a riesgo de que mi alma sea condenada he de pedirte, hija mía, que rompas las viejas tradiciones y engendres a un nuevo ser al cual llevaras en el interior de tu útero durante trece meses.

Ophelia guardó silencio conteniendo la respiración.

- Sé muy bien que el sacrificio que te estoy pidiendo puede ser demasiado para ti. Pero eres la única posibilidad que le queda a nuestra especie, antes de que se pierda en el olvido para siempre, mi querida niña.

Las palabras de su padre la herían, la dañaban y le hacían sentirse la mujer más desgraciada. Y aún así tenía que seguir escuchándolas a pesar de que deseaba no seguir haciéndolo para no terminar más herida de lo que ya estaba.

- Mi querida hija. Sé que el sacrificio que te pido es demasiado grande como para que aceptes sin más. Pero es necesario que lo hagas. - Su padre guardó silencio y por primera vez en mucho tiempo fue capaz de dejar caer una lágrima por su reino. - Tu belleza perdurará por siempre. Tu amor será recordado por toda la eternidad. Tu sacrificio no tendrá precio. - La voz del rey comenzó a temblar. - Amarás y serás amada. - Durante un breve segundo guardó silencio. - Pero tu corazón se romperá en mil pedazos con la perdida de tu amado esposo. Velarás su cuerpo cuando aún esté caliente. Llorarás su figura cuando este frío y sin vida. - De nuevo se tomó su tiempo antes de de seguir hablando. - Pero su grandeza será tal que lo llevará a ser colocado debajo de una losa de piedra para toda la eternidad, símbolo de su magnificencia.

Ophelia lloró sin consuelo. Amar y ser amada, para que después la muerte se lo llevara. No era justo, pensó para sí misma. Nada justo.

- Y aún así, querida hija, cuando creas que la muerte te ha vencido. Tú seguirás viviendo. A través del tiempo y de las palabras. Velando por los hijos de tus hijos. Fiel a tu promesa y a tu juramento con tu pueblo.

El silencio tomó la palabra en aquellos momentos.

- Y entonces, un buen día, la muerte te arropará con su velo negro. El sol dejará de ponerse en el horizonte y tu emprenderás un largo viaje sin retorno.

Su padre se dio la vuelta y caminó hasta alcanzarla. Y cuando su mano tocó su rostro ésta la atrajo para sí y se la llevó contra sus labios para besarla.

- Ahora he de irme, mi querida niña. Pero espero que algún día volvamos a vernos. Hasta entonces llévate mi amor contigo, hija mía.

Y su padre se agachó hasta que sus labios tocaron las mejillas de su hija, mientras nuevas lágrimas se deslizaban por el rostro de Ophelia y su corazón compungido y dolorido se estremecía mientras temía que estuviera a punto de romperse.

Calisto se despertó de golpe, sobresaltado por los ruidos que emitía la noche. El vasto paraje le hizo volver a la realidad como si le hubieran azotado con fuerza en el corazón. El peso del mundo se posó de nuevo sobre sus hombros. Alzó sus manos hacia el cielo. Estaba tan cansado que dejó que volvieran a desplomarse contra su cuerpo. La noche hacía tiempo que ya había caído. Tenía los músculos entumecidos y le dolían bastante. Además necesitaba un baño urgente, ropa limpia y algo que llevarse a la boca. Pero a pesar de tener todas esas carencias no se quejó y aceptó la idea de que aquellas comodidades ahora formaban parte del pasado.

Su princesa aún seguía sumida en un profundo sueño. Inmóvil, respirando con cierta dificultad, con las lágrimas recorriendo su perfecto rostro. Calisto pensó en cuánto había sufrido ella también y aún no se había quejado. Su fortaleza y determinación la harían ser la mejor reina que el reino de Menarhe habría conocido jamás. Aunque aún tendrían que sobrevivir a esa noche.

Calisto se levantó del suelo. Le dolía cada centímetro de su cuerpo como si se lo hubieran golpeado con saña. Sus músculos estaban entumecidos por el frío y le costó mucho volver a recuperar la movilidad de los dedos de la mano a pesar que no cesaba de frotárselas y de soplarselas para obtener algo de calor del aliento que salía del interior de su boca.

Su estómago volvió a emitir un sonido lastimero y quejica. Y supuso que su princesa se encontraría en la misma situación que él. Hacía días que no comían nada que les aportara energía y cada vez estaban más cansados y con menos fuerza. Pensó que tenía que hacer algo, conseguir algún tipo de alimento que les ayudara a seguir hasta encontrar un lugar seguro en algún reino cercano.

Calisto volvió a posar sus ojos sobre los de la princesa. No estaba demasiado seguro de dejarla allí, completamente sola mientras él mismo iba a buscar algo de alimento, pero no le quedaba más remedio que hacerlo, pues si ambos no ingerían nada muy pronto acabarían muriendo, por lo que aun sabiendo cuán peligroso resultaba dejarla allí sola tuvo que partir rumbo a lo desconocido.

Cuando Ophelia se despertó comprobó que estaba completamente sola en aquel desolado paraje. Alarmada, se levantó de forma apresurada tropezando con las telas de su vestido. Temiendo por la vida de su caballero comenzó a buscarle con la mirada, pero no le encontró. Pensó en llamarle gritando su nombre pero se dio cuenta de que si lo hacía quizás alertara a sus enemigos de su posición, por lo que finalmente optó por quedarse en silencio y emprender su búsqueda de forma sigilosa.

Ophelia abandonó el refugio que con tanto ahínco y cuidado el caballero Calisto había buscado para que ellos pudieran descansar. La noche había caído y a pesar de que resultaba terriblemente peligroso caminar entre la oscuridad era la única forma de pasar sin ser vistos por los Devharios y sus fieles dragones.

Sin saber muy bien qué rumbo tomar, Ophelia comenzó a guiarse por la luz de las estrellas. Le dolían tanto los pies y las heridas de éstos que apenas podía mantenerse de pie por sí sola. Y aún así no se detuvo en su búsqueda. Las rocas cortantes del suelo se le clavaban como agujas haciendo que las heridas que ya tenía se agravaran y sangraran aun con mayor fuerza.

Ophelia caminó durante varias horas, atravesando todo tipo de parajes, sin hallar ningún tipo de rastro o prueba que le condujera al paradero de su caballero Calisto.

Como una deidad albina la princesa se movió con lentitud a través de un pequeño río que había encontrado. Las aguas pantanosas reflejaban todo cuanto estaba a su alrededor. Desde el cielo hasta las estrellas, todo en aquellas aguas era contemplado como en un enorme espejo.

Ophelia se quedó muy quieta observando la negrura de la noche. Cansada, fatigada y muerta de hambre de desplomó contra el suelo permitiendo así que sus cabellos se enredasen con las plantas que crecían a su alrededor.

Una densa niebla había comenzado a ascender poco a poco cubriendo parte del río. Ophelia pensó en las palabras que le había dicho su padre en sueños. No podía continuar. Quería rendirse. Pues ahora no le quedaba nada más que la soledad que llevaba consigo.

Ophelia había comenzado a cerrar los ojos. Su cuerpo había comenzado a helarse y su corazón a detenerse. No podía continuar más con aquel largo viaje sin sentido. Lejos del hogar, sin nadie con quien hablar, la princesa dejó que sus sueños murieran en aquel frío río.

Pero el destino, cruel o benevolente, no permitió que Ophelia muriera aquella noche. No al menos sin antes haber luchado por su propia vida.

Cuando sus ojos se cerraron casi por completo y el ritmo de su corazón había comenzado a debilitarse, Ophelia dejó que sus sentidos se agudizaran, liberando así su mente de cualquier pensamiento innecesario.

De pronto escuchó un sonido aterrador. El filo de una espada que rompía el silencio de la noche y el alarido de una criatura que le hizo estremecerse de miedo. Ophelia abrió los ojos de forma lenta y pausada, gimiendo de dolor y agotada por esfuerzo.

- Mi señora, mi señora. - La voz de Calisto se abrió paso a través de sus propios gritos de dolor.

Ophelia se movía de forma lenta y pausada, mientras que Calisto la ayudaba de forma apresurada a levantarse.

- La he estado buscando por todas partes, sin saber donde se encontraba. - Su voz sonaba demasiado cansada y fatigada.

Ophelia quiso hablar, pero su voz se había apagado y carecía de fuerzas para hablar.

- No nos queda demasiado tiempo. - Comenzó a decir Calisto con premura.- He matado a un Devhario que estaba en las proximidades. Nos tienen prácticamente rodeados. - Calisto se alarmó al ver que su princesa apenas podía reaccionar a sus palabras.

Ophelia parpadeó varias veces. Su mente le pedía que reaccionase, pero su cuerpo no podía.

- Debe transformase, mi señora. Sólo así podrá ponerse a salvo.- Calisto continuó hablando mientras la ayudaba mantenerse en pie.

Y aún así la princesa Ophelia no podía moverse o pensar con claridad.

Calisto volvió a desenfundar su espada una vez más y a alzarla contra sus enemigos, cuando en medio de aquel río aparecieron varios Snaskres y Rewas.

Los Snaskres son unas criaturas que miden alrededor de un metro noventa. Tienen una fuerza devastadora pero no son muy inteligentes. Atacan en grupo, por lo que es muy difícil un ataque cuerpo a cuerpo. En su rostro poseen seis ojos y una pequeña nariz del tamaño de un garbanzo. Al igual que las arañas su cuerpo esta cubierto de pelos que le ayudan a saber si su víctima esta cerca de ellas ya que son criaturas que padecen de una visión muy reducida, de ahí que ataquen en grupo.

Su boca posee un par de dientes venenosos. La picadura de un Snaskres es letal. No existe ningún antídoto. Si una persona es mordida por un Snaskres su sistema nervioso se irá deteniendo lentamente mientras que la persona o animal deja de tener control sobre su cuerpo defecando y vomitando continuamente hasta que muere. La muerte por una picadura de un Snaskres puede llegar a durar desde varias horas hasta un día.

Una vez que la persona ha muerto, los Snaskres envuelven el cuerpo con la seda que ellos mismos crean, para después comerse la carne de su victima y beberse su sangre calentada a fuego lento.

Los Snaskres poseen ciertas similitudes con los humanos, cómo la altura, partes de su cuerpo como por ejemplo las manos, los brazos y el torso. El resto de su cuerpo es idéntico al de una araña.

Los Snaskres son una raza muy antigua, más antigua que el hombre. Poblaron la tierra hasta que los seres humanos les desterraron a vivir bajo tierra o en los bosques del olvido.

Su destierro fue provocado por su propia naturaleza autodestructiva. Estas criaturas son incapaces de seguir un razonamiento y coexistir con otro tipo de razas que pueblan la tierra. Su sed de sangre y su afán por la guerra obligaron a los reyes de otros reinos a combatir contra estos seres durante trescientos años.

Tras la victoria, los pocos Snaskres que quedaron con vida huyeron del lugar mientras juraban que regresarían para vengar la muerte de sus hermanos caídos en combate.

Los Rewas, también conocidos como los Infectados, pertenecen a la raza de los Vaskanyan, un grupo selecto de hechiceros que dedicaban toda su vida a la búsqueda de la inmortalidad, sin importar los medios o los fines.

Los Rewas, son o mejor dicho eran, hechiceros hijos de la raza de los Vaskanyan, los cuales sufrieron el castigo divino cuando en su afán por descubrir la formula de la vida eterna mataron al hijo de un dios llamado Casrenthy y a su mujer en un ritual conocido como la Ascensión.

Están destinados a sufrir hambre, sed, dolor y sufrimiento por toda la eternidad.

Sus cuerpos se pudren por toda la eternidad bajo tierra, en suelo sagrado, donde sufren un tormento eterno. Su alma es de color negro y siempre van cubiertos por una serie de harapos con capucha. Vuelan y son muy veloces. Como no se les puede matar la forma de hacerles huir es atacándoles con la luz de los vivos.

La luz de los vivos es un recipiente pequeño que posee una pequeña piedra en su interior regalo del dios Solaris a los hijos de la Orden de Menarhe. Este pequeño frasco va unido a una cadena y siempre ha de ir colgado cerca del corazón, para así repeler el ataque de los Rewas.

La forma que tiene de atacar un Rewas es poseyendo el cuerpo de su anfitrión para que éste haga todo cuanto él desea.

Cuando se produce esta clase de ataques, el alma de la persona muere y el cuerpo no tarda en comenzar a descomponerse, por lo que tienen que abandonarlo con rapidez antes de que la muerte los atrape para siempre, lo que les obliga a buscar un nuevo cuerpo que poseer.

Aquellas terribles criaturas no les quitaban los ojos de encima. Calisto estaba preparado para defender a su princesa aun a riesgo de su vida. Lo que no estaba tan claro es que ella pudiera sobrevivir a aquel ataque si no se transformabay huía a través del río antes de que aquellos seres pudieran atraparla.

Ophelia no dejaba de temblar. Sus manos temblorosas se sujetaban con fuerza a la ropa de Calisto. El miedo no le dejaba pensar con claridad y se encontraba tan debilitada que apenas era consciente de si podría transformarse para salvar su vida.

- Mi señora. - Calisto rompió el silencio que entre ambos se había creado entre murmullos. - Ha sido para mi todo un honor el poder servirla.

Ophelia se quedó sin aliento. Calisto se estaba despidiendo de ella, lo cual quería decir que ninguno de los dos iba a sobrevivir a aquella fatídica noche.

- Mi señora, si con mi vida salvo la vuestra, entonces mi muerte no habrá sido en vano.

Ophelia intentó detener aquellas tristes palabras de despedida, pero no pudo. El miedo y el cansancio no le permitieron pensar con claridad.

- Que los dioses la protejan en su nuevo viaje. No se rinda nunca. No olvide nunca quién es o quién fue. No deje que nadie la detenga en su propósito por encontrarse a sí misma. - Calisto se dio a vuelta y la abrazó con fuerza mientras le susurraba al oído.- Perdóname por esto. Perdóname por no haber sido capaz de amarte como te merecías ser amada. Sé feliz, mi señora, sé feliz Ophelia.

Y dicho esto, Calisto la arrojó contra las frías aguas del río para poder salvarle la vida.

Ophelia sintió como las aguas heladas la partían en mil pedazos. Su boca y sus pulmones se llenaron al instante de líquido. Su cuerpo se quedó completamente inmóvil. Intentó gritar pero no pudo, ni tan siquiera cuando el cuerpo de su amado Calisto se hundió sin vida siguiéndola en su camino a las profundidades.

Los ojos de Ophelia se cerraron. Su cuerpo humano comenzó a transformase en el de una hembra de ornitorrinco. Su boca, sus manos, su torso, sus piernas, todo desapareció. De su rostro salió un hocico en forma de pico de pato, una cola de castor en la trasera de su cuerpo y sus brazos y piernas se transformaron en patas de nutria.

Ophelia simplemente se dejó llevar por el instinto de supervivencia sin recordar nada de todo cuanto había sucedido hasta ahora, pues la transformación bloquea los recuerdos humanos dejando que actue el instinto de supervivencia animal.


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Capítulo VI- La ciénaga de Ophelia.

Ŧuvieron que pasar muchas lunas antes de que la princesa Ophelia recuperase el conocimiento. Aislada en su mundo de ensueño, la joven princesa descansaba entre algodones y suaves sábanas que cubrían su cuerpo y lo mantenían caliente.

Sus ojos ahora eran algo perezosos para abrirse por sí mismos, por lo que dejó que el sueño siguiera su curso al menos una luna más antes de despertar para siempre de su aletargada y pesada invernación.

La mañana en que la princesa Ophelia decidió por fin despertarse, la luz limpia y clara del sol se filtraba a través de los ventanales de roca y madera perfectamente tallados a mano. Los cristales traslucidos y limpios no dejaban ni una sola pizca de luz se desperdiciara y no calentara expresamente aquella estancia.

Los pesados párpados de la princesa se arrugaron con los gestos que ella misma articulaba con su cara. Su boca estaba algo seca y tenía algo de sed. Exceptuando ese pequeño detalle por lo demás se encontraba perfectamente.

Cuando sus ojos se abrieron una vez más dieron paso a un nuevo día y sin saberlo a una nueva vida. Sobre el techo abovedado colgaban unas lámparas hechas de forma artesanal que imitaban la forma de las trepadoras.

El bullicio que se había formado al lado de ella la desconcertó lo suficiente como para levantarse de forma apresurada de la cama.

Vio a varias mujeres de extraordinaria belleza moverse de un lado para otro. Sus ropas eran extrañas a los ojos de Ophelia. Vestidas con trajes cuyos adornos eran poco previsibles, se acomodaban perfectamente a los movimientos de las sirvientas.

Sus faldas estaban recogidas en la parte trasera del corpiño. El atavío que lucían estas mujeres consistía en un traje cerrado por delante. Las telas de sus ropas estaban formadas por los colores primarios y por colores secundarios y terciarios. Al no poseer guardainfantes, la movilidad era mayor y por lo tanto la falda caía por sobre su propio peso.

Una de las doncellas, cuyos cabellos estaban ocultos tras un sobrero de color salmón con encajes de ganchillo blanco, que portaba una bandeja de madera con un vaso de agua y una taza se detuvo delante de su cama, observándola con sus grandes ojos de color negro.

Otra de ellas se acercó de forma apresurada colocándose al lado de la primera doncella y le susurró débilmente al oído: - La señora ha despertado.

Ambas mujeres, agitadas por la sorpresa, se movieron con rapidez por la estancia. Una tercera había salido de forma apresurada de la habitación dejando tras de sí un dulce aroma a rosas.

Ophelia, sin saber muy bien donde estaba, volvió a acostarse dejando que sus cabellos volvieran a revolverse con la almohada.

Durante unos instantes pensó que todo aquello era un sueño. Tenía que ser un sueño, le dijo su mente intentando convencerse a sí misma de que lo que estaba viendo y sintiendo no podía ser real. Aquella paz, aquellas comodidades ya formaban parte del olvido, de un pasado que jamás volvería.

Ophelia quiso volver a cerrar sus ojos, pero no pudo. No podía o no quería. Aún estaba demasiado indecisa para saber cuál de las dos opciones pesaba más en su mente y corazón.

Sus ojos habían vislumbrado la belleza de aquella estancia. La claridad y el calor que entraban a través de las ventanas eran demasiado bellas como para permitir que la oscuridad volviera de nuevo a su mundo.

Ophelia se deslizó sin ayuda fuera de las sábanas, mantas y colcha que cubrían su cuerpo. Las doncellas de aquella corte la miraron estupefactas. Hasta que finalmente una de ellas, la más joven de todas, se dignó a hablarle.

- Mi señora, no es aconsejable que se levante tan pronto. Pues aún se está recuperando.

Ophelia miró a la joven esbozando una tímida sonrisa.

- No... - Su voz sonaba aún debilitada. - Quiero hacerlo. - Aunque en realidad lo que Ophelia necesitaba decir era “necesito hacerlo por mi propia voluntad para saber que lo que estoy viviendo no es un sueño, sino la realidad”.

Sus pies se movieron con dificultad. Las heridas que tiempo atrás había tenido ya habían cicatrizado y no quedaba ni rastro de ellas.

- ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí? - Se pregunto a sí misma Ophelia sin esperar a cambio ninguna respuesta.

Ambas doncellas se miraron a los ojos indecisas, sin saber qué responder, mientras se armaban de valor por darle una respuesta que no la alterase aún más.

- Hace ya más de cinco lunas, mi señora, que nuestro rey, el gran Zacarías de Bathynia, la encontró cerca de la ciénaga de los horrores. Su cuerpo yacía casi sin vida por lo que el rey quiso traerla hasta palacio, sin apenas esperanza de que usted se recuperase. - Las mujeres guardaron silencio esperando a que Ophelia volviera a hacerles una nueva pregunta.

Pero ésta guardó silencio. Y permitió que las damas de compañía siguieran hablando.

- Mi señora. Desde su llegada a palacio hemos estado velando por usted día y noche. Su dama de compañía, Madame Récamiere, vendrá en cualquier momento. Una de las damas ha ido para avisarle de que usted ya ha despertado.

Ophelia se quedó muy quieta. Las miró y les dio las gracias mientras caminaba de forma lenta y pausada por las estancias.

De pronto una de las ventanas abiertas le llamó la atención lo suficiente como para desear salir a tomar un poco el aire. Sus pies caminaron de forma lenta y pausada. Su largo camisón de algodón de color blanco con bordados florares de manga corta y escotado se movía libremente ente su cuerpo a medida que ella se apresuraba con sus pasos.

Cuando Ophelia se asomó al balcón sus ojos no creyeron poder soportar tanta belleza. No había signos de guerra ni de destrucción. El agua caía de forma majestuosa por las cascadas que había a escasos metros del lugar donde ella se encontraba. Diversos puentes y caminos conectaban las casas reales con los edificios políticos donde se aprobaban las leyes. El denso follaje y la arboleda se perdía y se hundían en el interior de la tierra para trepar más tarde por la arquitectura de los edificios más antiguos.

Varias mariposas volaban alrededor de Ophelia y cientos de pájaros sobrevolaban los edificios con total libertad de un lado para otro alegrando aquel lugar.

Ophelia no pudo contener por más tiempo las lágrimas. Aquel lugar, aquel maravilloso espacio, no podía ser real. Y aún así, la luz cegaba sus ojos y calentaba su cuerpo. Sus manos podían sentir el tacto de la madera y sus pies el frío suelo. Su nariz se perdía con los aromas que embriagan todos sus sentidos. ¿Era real todo aquello? Con ese sentimiento de culpa se perdió durante minutos, hasta que fue interrumpida por su nueva dama de compañía.

Alta, morena, con el cabello largo y rizado recogido en un moño y ligera de maquillaje se presentó delante de Ophelia portando un vestido de muselina y algodón de color blanco. Su vestido llevaba un precioso bordado en lana roja que conjuntaba a la perfección con un chal de seda de Spitalfields del mismo tono que su vestido.

La mujer se inclinó levemente haciendo una pequeña reverencia.

- Mi señora. Me alegra ver que después de tanto tiempo se ha recuperado. Mi nombre es Lucrecia de Récamiere. Soy la esposa del Primer Caballero al mando y escolta privado de nuestro rey el gran Zacarías de Bathynia.

Ophelia tendió su mano como mandaba la tradición. Y con cierta solemnidad, su dama de compañía se la llevó contra sus labios mientras bendecía a los dioses por permitirle ser su dama de compañía.

- Mi señora. He de comunicarle que el rey Zacarías de Bathynia es consciente de que ya se ha despertado y está deseando verla. Él ha velado y rezado todas las noches por su pronta recuperación.

Ophelia se sintió un tanto incómoda pero aceptó la petición.

- Díganle que me reuniré con él lo antes posible.

Inclinada y reverenciando a su nueva señora, Lucrecia de Récamiere abandonó la estancia llevándose consigo su primera orden.

Ophelia no quiso ser grosera ni retrasar el momento de su presentación por lo que, aunque le costó la vida misma, dejó de vislumbrar los más bellos parajes para reunirse con su nuevo rey.

Cuando Ophelia volvió a entrar en la estancia sus damas de compañía y sirvientas ya la estaban esperando para asearla y vestirla para la presentación ante su nuevo rey y señor.

Unas horas más tarde un largo vestido de seda labrada blanca con rayas lisas y motivos florares cubría el cuerpo de Ophelia. Hecho a mano y cosido con hilo metálico plateado, el vestido arrastraba tras de sí una larga cola de encaje de algodón con motivos florares.

Sobre su cabeza sus cabellos fueron recogidos en un moño con tirabuzones que descansaban sobre una corona de oro blanco y plata cuyos dibujos representaban a las flores de lys.

Sus movimientos, aunque lentos, eran majestuosos. Acompañada de su nueva dama de compañía, Lucrecia de Récamiere, Ophelia hizo acto de presencia en la gran sala real.

Cientos, quizás miles de personas se agolpaban a la entrada de la sala. Incluso, según supo después, todo el pueblo de Bathynia había ido a darle la bienvenida.

Ophelia se movió con majestuosidad. Las banderas de los diversos reinos ondeaban al viento. La estancia estaba decorada con cientos de flores y lazos dándole un esplendor aún mayor.

El rey era un hombre adulto, lleno de conocimiento y sabiduría. Cuando la princesa de la que tanto había oído hablar y a la que él mismo había rescatado de las garras de la muerte hizo acto de presencia, no pudo mantener la compostura y acabo levantándose de su propio trono, para darle la bienvenida.

El pueblo asombrado la miró con expectación mientras el rey hablaba con palabras llenas de amor, cariño y esperanza.

- Bienvenida al reino de Bathynia. - El rey alzó su voz de forma majestuosa para que todo su pueblo pudiera oírle perfectamente.

Entre vítores y aplausos la joven Ophelia, única superviviente de su clan, fue recibida.

- Bienvenida, mi señora Ophelia de Ghartherian. Soberana de Menarhe. Futura reina de Bathynia.

Y el corazón del rey latió con fuerza cuando ella le recompensó con una amplia sonrisa llena de vida.


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Epílogo.

Ŋunca hubo una historia de amor tan bella como la de Ophelia y Zacarías, o al menos así lo recuerdan los habitantes de Bathynia.

En la primavera de 1880 después de la era de los dioses Ophelia de Ghartherian, Soberana de Menarhe, contrajo matrimonio con el rey Zacarías de Bathynia.

Como venía siendo habitual, la novia lució un conjunto de cuerpo y falda de algodón blanco con estampilla. El vestido había sido creado a mano por las más expertas veteranas del reino. Aquel traje portaba volantes, pinzas y una serie de encajes que habían sido cuidadosamente fruncidos a mano y cosidos con hilos de oro.

La novia llevó también un moño tradicional de la dinastía Bathynia muy recargado, con piezas de oro, las cuales se ocultaban tras un velo hecho con el mismo material que el vestido.

El novio, por su parte, lució una levita de color marrón de velarte de lana con cuello de terciopelo. Debajo de ésta, la prenda escogida había sido un chaleco de raso de seda con motivos florales de terciopelo de color rojo y negro. En la parte inferior de su cuerpo portaba un calzón de raso de seda con dobladillo recto y solapas. Su cuello iba cubierto con un cuello pajarita. Unas medias de color blanco cubrían sus piernas.

Entre vítores y aplausos fueron acogidos cuando la carroza real pasó entre la multitud. Dirigiéronse al banquete real, al que por su puesto todos los habitantes del reino habían sido invitados.

Tanto aldeanos como importantes jefes de Estado, amigos y familiares compartieron aquel día la misma mesa y la misma comida. Todos por igual, sin distinciones, todos unidos por una gran ocasión.

Ophelia fue fiel a la promesa que le hizo a su padre. Dio a luz a un varón y dos hembras durante los años 1881 y 1899. Apoyó fielmente a su esposo y le siguió en todas las campañas que él libró para liberar a los pueblos oprimidos por los Devharios, Snaskres, Rewas y otras terribles criaturas que no cesaban de matar y esclavizar a los seres que poblaban la tierra.

En 1939, tras la muerte de su amado esposo el rey Zacarías, fue coronada como reina suprema y gobernó la tierra de Bathynia durante mucho tiempo.

Ophelia logró liberar a todos los pueblos oprimidos de la tierra y fue capaz de encerrar para siempre, con la ayuda de los dioses, a todas aquellas criaturas que había cometido un acto cruel contra sus semejantes.

La reina Ophelia restauró el reino de Menarhe para que su hija, la princesa Sahrain, pudiera gobernar en él. Su hija Areli Ithiel contrajo matrimonio y gobernó junto a su esposo el reino de Vasertiu, y el mayor de sus hijos y único varón se encargó de gobernar con ella el reino de Bathynia hasta el día en que ella se retiró como figura pública y dejó paso a la siguiente generación cuando su hijo se casó con una preciosa aldeana llamada Kayla.

Ophelia pasó sus últimos años de vida viviendo en paz y armonía consigo misma. Nunca olvido quien era ni qué fue, y tal y como le había prometido a su amado Calisto guardó su amor por él, lejos donde nadie pudo encontrarlo jamás. En su corazón.

Ophelia de Ghartherian, soberana de Menarhe, reina de Bathynia, murió la noche del día 21 de Marzo. Sus ojos se cerraron para siempre cuando cumplió los 107 años de edad.

Fue enterrada por sus familiares y amigos en el bosque de El Recuerdo. Sobre su tumba se alza una estatua en su honor con una inscripción grabada que dice así:

“Dediqué mi vida a mi pueblo para enmendar mis errores.
Ahora que he muerto, espero que aquellos que dieron su vida para salvarme
puedan acogerme de nuevo en el seno de su corazón”

- FIN-


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Jue Sep 05, 2013 5:33 pm
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Traducción al español por Huan Manwë para phpBB España