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I Premio Internacional de Relatos de Cerveza-Ficción (II) 

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I Premio Internacional de Relatos de Cerveza-Ficción (II) 
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Título de la obra: H2O. Publicada el 13/03/2012 para el I Premio Internacional de Relatos de Cerveza-Ficción promovido por la empresa “La Fabrica”

Lectura completa: H2O.

El profesor Abelard comenzó a alzar su pequeña cabeza lentamente. Sus ojos cansados estaban enrojecidos debido a la falta de sueño. Apenas podía mantenerlos abiertos y, sin embargo, su corazón latía con premura, su mano derecha aún sostenía con firmeza el desgastado bolígrafo de color azul y en las notas halladas en la mesa se podían leer infinidad de fórmulas matemáticas. Las cuatro ventanas de su despacho estaban cerradas, las cortinas había sido echadas y las persianas estaban bajadas, incluso las dos puertas de entrada habían sido bloqueadas. No estaba dispuesto a que nadie le interrumpiera y mucho menos a poner en conocimiento de personas no gratas su nuevo desarrollo.

El profesor se permitió echar una ojeada al reloj que había sido colgado en la pared de la entrada de la puerta izquierda. Era un modelo antiguo, recuperado de una vieja estación de tren. Era el primer regalo que le había hecho su pequeña hija Madeleine el mismo día en el que él había ingresado en la universidad. El silencio era interrumpido por el tic-tac de la maquinaria antigua. Le encantaba trabajar hasta altas horas de la madrugada cuando el mundo dormía y él podía concentrarse exclusivamente en su trabajo.

Sin embargo algo había cambiado. El sonido de la maquinaria había sido echado a un lado por el aplastante eco que emitían las pisadas de varias personas que caminaban con paso firme y decidido a través de los pasillos de la universidad. Una de las voces era femenina, y el profesor no tardó demasiado tiempo en reconocerla: era la directora, y estaban hablando sobre él. ¿Qué podía hacer? La amargura nubló su mente racional, no quería irse de allí, pero sabía que si no tomaba una decisión rápida muy pronto sería abordado.

Su rápida actuación le obligó a introducir el mayor número de documentos clasificados en un viejo maletín de cuero marrón. Extrajo los discos duros portátiles de los ordenadores que empleaba para no dejar rastro alguno, arrancó con violencia cada una de las notas que habían sido pegadas en los corchos y las introdujo en los bolsillos laterales de su bata. Borró con rápidez las fórmulas matemáticas que habían sido anotadas con sumo cuidado en las pizarras, y aquellas que no habían sido anotadas fueron fotografiadas con el único fin de no perderlas y obligarle a empezar de nuevo. Tras asegurarse de que no dejaba rastro alguno sobre su trabajo huyó a través de una de las ventanas laterales. Engullido por las sombras de la noche se fue ocultando tras los matorrales y árboles que decoraban con extremada belleza los jardines del lugar. Tuvo miedo de ser descubierto, los sonidos nocturnos de aquella noche parecían haberse aliado con sus propios miedos, se sentía inseguro, incluso tuvo la extraña sensación de que era observado desde la lejanía. No estaba seguro de si su falta de sueño era el motor que avivaba todos sus temores y paranoias, pero llevaba más de un año sintiéndose intranquilo, su nuevo diseño había generado en él sensaciones hasta el momento desconocidas, pero sabía que aquella máquina cambiaría el mundo en el que vivía.

Sus pies se detuvieron en seco cuando llegó a una zona segura. El denso follaje de los árboles le ocultaba de las miradas indiscretas. Había encontrado un punto estratégico desde el que podía divisar el aparcamiento donde había estacionado horas antes su vehículo. El problema al que se enfrentaba es que era una zona descampada, por lo que automáticamente se convertiría en un blanco fácil. Sopesó las posibilidades: por un lado, la forma más rápida de llegar a casa era a través de su vehículo, sin embargo, podía exponer a toda su familia a un peligro mayor, y no quería que nadie corriera ninguna clase de riesgo innecesario. Otra de las opciones era la de tomar el transporte público, aunque esta idea le pareció aún más descabellada que la anterior: exponerse públicamente era un riesgo, pero lo era aún más llevando encima el trabajo de toda una vida.

No era un hombre al que le gustara tomar decisiones importantes, su mujer ya se encargaba de hacerlo por él, sin embargo la situación en la que se encontraba era distinta y requería que su mente estuviera despejada para trabajar, así que rapidamente se vio obligado a idear un plan. Pensó que lo mejor que podía hacer en este caso era correr hasta el aparcamiento, introducirse en el interior de su vehículo y salir de allí tan rápido como las leyes del Estado se lo permitieran.

Un nuevo sonido de pasos le alertó, sabía que no le quedaba demasiado tiempo. En cualquier momento podría ser descubierto, la amenaza del enemigo acechándole en las sombras fue el impulso que necesitaba para salir de allí corriendo. Sus pies golpearon con violencia la tierra y después el asfalto. Introdujo con cierta velocidad la mano en el bolsillo derecho de su pantalón de pana, extrajo las llaves del vehículo antes de llegar a este y cuando su pequeño cuerpo se colocó delante de él introdujo las llaves en la cerradura y tiró de la puerta del conductor con fuerza. Metió su maletín en el interior y a continuación hizo lo mismo con su propio cuerpo. Arrancó el vehículo con violencia y aceleró rápidamente con el único fin de incorporarse cuanto antes a la carretera.

Ni tan siquiera el sonido del motor en marcha podía ocultar el incesante alboroto que emitía su corazón desbocado. Se obligó a sí mismo a tomar una pequeña bocanada de aire y en el mismo instante en el que lo hizo sufrió un fuerte dolor abdominal. Los pinchazos eran tan severos e intensos que estuvo a punto de detener el vehículo en un área de servicio, y de buen grado lo hubiera hecho si las circunstancias se lo hubieran permitido.

Sus ojos, de un color marrón intenso, se alzaron en el aire. Su mirada se clavó en el espejo retrovisor y se sintió inseguro al descubrir en el reflejo los faros de un vehículo aproximándose al suyo. Rápidamente descendió la mirada para clavarla en la carretera. Su pie derecho oprimió con violencia el pedal del acelerador. Ni tan siquiera se atrevió a posar su vista sobre el cuentakilómetros del salpicadero. Incluso el simple acto de tragar saliva le resultaba tremendamente doloroso, sentía una fuerte opresión en el interior de su garganta. La sensación podía describirse como unas manos invisibles fuertes y opresoras cuya fuerza sobrehumana le impedía respirar. Sus ojos volvieron a ascender lentamente hasta que lograron encontrar una vez más aquellos focos de luz. Sin embargo, algo había cambiado: el vehículo que iba a escasos metros por detrás de él había puesto el intermitente izquierdo para señalizar que iba a girar en el siguiente cruce. El profesor se permitió tomar una ligera bocanada de aire mientras se repetía a sí mismo que había sido un estúpido por dejar que sus propios miedos se hicieran con el control de su mente.

Su pie aligeró la presión que estaba ejerciendo sobre el pedal del acelerador, ayudando a reducir la excesiva velocidad que había logrado alcanzar el vehículo. Incluso sus músculos llegaron a sentir cierto alivio cuando sintieron que no había señal alguna de peligro.

El vehículo que le había estado siguiendo desde la universidad giró a la izquierda antes de lo que él esperaba, permitiendo al que se encontraba detrás colocarse ahora delante. Lo que parecía una incorporación normal acabó por convertirse en una auténtica pesadilla. El vehículo que iba detrás de él comenzó a acelerar. Primero lo hizo suavemente, pero después comenzó a arremeter contra la parte posterior de su vehículo. El profesor Abelard, angustiado por la situación del momento, supo que estaba en serios problemas, así que volvió a retormar el control de la situación pisando a fondo el pedal del acelerador e intentando hacerse con el control del vehículo mientras iba esquivando al resto de conductores, quienes le acusaban de realizar maniobras temerarias mediante pitidos.

Ignoró todas y cada una de las señales de tráfico que le advertían de que no podía rebasar el límite establecido, pero dado que se trataba de una cuestión de vida o muerte pudo hacer frente al mal sabor de boca que le dejaba la idea de infringir la ley.

Sus captores no tardaron demasiado tiempo en darse cuenta de que estaban a punto de perderlo de vista, así que en un último intento por darle caza arremetieron lateralmente contra el vehículo del profesor, quien se vio obligado a tomar una calle en dirección contraria con el fin de evitar que le echaran de la carretera. Tuvo la buena fortuna de entrar en una zona residencial donde pudo aparcar su vehículo y esconderse en los bulliciosos parques llenos de parejas jóvenes, quienes buscaban tener un poco de intimidad.

El profesor encontró un escondite perfecto ubicado detrás de unos contenedores de basura, donde permaneció oculto durante varias horas. Sabía que sus posibles captores lo estarían buscando, así que esperó dos horas más antes de abandonar el lugar.

Cuando salió de su escondite el mal olor de la zona se había adherido a su ropa como una segunda piel. Sintió un ligero cosquilleo nauseabundo en el interior de su estómago, el cual pudo aplacar rápidamente con otro tipo de pensamiento. No tenía una idea muy clara de dónde podría esconderse, así que finalmente se vio obligado a caminar sin rumbo fijo, sin saber muy bien qué hacer. La idea de volver a casa no entraba en sus planes, su mujer Charlotte se había ido a pasar el fin de semana con unas amigas, sus hijas vivían a kilómetros de distancia y en su trabajo nunca decía dónde estaba, por lo que nadie le echaría en falta.

Podría alojarse en un motel de carretera. A simple vista parecía lo más sensato. Sin embargo, después de meditar la idea brevemente en el interior de su cabeza, la desechó. La persecución de hacía tan sólo unas horas le había dejado absolutamente agotado, y no se encontraba ni moral ni físicamente preparado para enfrentarse una vez más a sus perseguidores. Así que lo único que podía hacer era seguir pensado en un nuevo plan.

Hundió las manos en el interior de sus bolsillos y se dio cuenta de que las pocas monedas que le quedaban apenas le alcanzaban para hacer una sola llamada telefónica. Desesperado por la mala fortuna que le acompañaba durante aquella noche sintió deseos de ponerse a gritar. Estaba harto, y sin embargo tuvo que guardarse toda su rabia en el interior de su pecho y seguir pensando mientras caminaba sin rumbo fijo en busca de un lugar seguro en el que pudiera pasar la noche.

Al detective Gustave Delacroix se le podía describir como un hombre de carácter reservado, poco hablador y carente de emociones. Casi siempre estaba solo, para él no existía mejor compañía que su propio aislamiento. Desde que era un niño siempre se había mostrado reacio a compartir sus opiniones con el resto del mundo, dado que consideraba al resto de compañeros "cuerpos vacíos cuyo único motivo de existencia era poblar la humanidad de personas iguales a ellos".

A pesar de que poseía un físico envidiable y su pelo negro, sus ojos azules, su altura y sus modales resultaban ser el imán perfecto para atraer al sexo opuesto, se sentía incapaz de mantener una relación duradera con una mujer, ya que ninguna de ellas era capaz de estar a la altura de su intelecto.

Las pocas mujeres con las que había mantenido algún tipo de relación con él le habían acusado de ser un hombre frígido y apático, carente de emociones humanas, y aunque todas aquellas falsas acusaciones hubieran causado algún tipo de flaqueza en el orgullo masculino de un hombre normal a él le resultaron simplemente graciosas y divertidas, lo que acabó por molestarlas aún más.

Sólo se sentía realmente vivo cuando la policía se ponía en contacto con él para resolver algún tipo de caso en el que ellos habían llegado a un punto muerto y llevaban meses o años sin poder arrojar algo de luz que les diera la pista clave para poder resolverlo. Solamente cuando se daban esas circunstancias en su ajetreada vida su propia euforia le obligaba a salir al exterior para celebrarlo.

Hoy había sido uno de esos días en los que se sentía lleno de vida y en paz consigo mismo. Había resuelto un importante caso de asesinato y le iban a pagar una cuantiosa cantidad de dinero, lo que implicaba que podría pasarse los siguientes seis meses viviendo tranquilamente sin tener que preocuparse por nada más. Sin embargo sabía que no lo haría, ya que vivía por y para su trabajo. Noche y día, sin descanso alguno, su mente racional trabajaba con el único fin de labrarse un futuro como el mejor detective del mundo. Cada caso que se le presentaba debía suponerle un reto, y si no era así simplemente lo desechaba a un lado como si careciese de importancia alguna.

El camarero que trabajaba en el local que él solía frecuentar semanalmente le sirvió una pinta de cerveza bien fría y refrescante. El exquisito paladar del detective pronto se vio inundado por aquella bebida de sabor fuerte y aroma penetrante. La combinación de cebada malteada y lúpulo ayudaba a que aquella bebida alcohólica y espumosa tuviera un efecto atrayente en el paladar de los hombres.

Apenas había comenzado a saborear su bebida cuando un hombre pequeño y con el rostro casi descompuesto entró en el local sosteniendo con firmeza un maletín entre sus brazos. El detective Gustave Delacroix no tardó más de dos segundos en reconocer a su viejo amigo, al cual llamó por su nombre de pila invitándole a compartir su mesa.

En el mismo instante en el que el profesor Abelard visualizó la cara de su amigo se sintió algo más aliviado. No estaba demasiado seguro de si le habían seguido o no hasta allí, pero ahora mismo no se sentía con fuerzas para seguir luchando, así que cuando llegó hasta la mesa del detective se derrumbó en el único asiento que había vacío y dejó que el cansancio se apoderase de todo su cuerpo antes de poder intercambiar una sola palabra con él.

El detective guardó silencio. Observó a su amigo y estudió con detalle las facciones de su rostro y sus gestos corporales. Enseguida supo que algo no iba bien. La bata del doctor tenía manchas de restos orgánicos y se había adherido a ella un olor nauseabundo. Su mata de pelo estaba más desordenada que de constumbre, se aferraba con fuerza a su maletín, el cual había pegado a su pecho como si intentara protegerlo con su vida. Su rostro mostraba visibles signos no sólo de agotamiento fisico, sino también mental.

- ¡Lo siento! No sabía a quién acudir.

El detective negó con la cabeza. La primera vez que se conocieron ya se lo había advertido: nunca debía utilizar palabras de disculpa delante de su persona, ya que lo único que lograba con ello era autoinculparse de un acto del que posiblemente no fuera responsable. El detective Gustave Delacroix percibió los primeros síntomas de deshidratación en la piel de su amigo, así que se apresuró en llamar al camarero para que tomara nota de un nuevo pedido.

- Y bien... ¿Vas a contarme lo que te ha sucedido o tengo que utilizar mis dotes detectivescas para averiguarlo? - El detective Gustave Delacroix volvió a alzar su cerveza y le dio un nuevo sorbo a la bebida.

El profesor ni tan siquiera se atrevió a tomar entre sus manos la pinta de cerveza que momentos antes le había colocado el camarero delante de sus narices. Tenía miedo de relajar los brazos y dejar caer por accidente su preciado maletín de piel.

- Beba, profesor. - Le animó el detective. - Disfrute de su cerveza mientras me cuenta por qué este nuevo proyecto que tiene entre manos es capaz de impedirle dormir plácidamente y ha provocado en usted un estado de ansiedad que le será dificil de superar durante los próximos meses.

El profesor Abelard guardó su exclamación de asombro en el interior de su pecho. Estaba delante de alguien que era capaz de averiguar hasta los secretos más íntimos de un hombre con sólo mirarle a la cara. Confiaba en él, le admiraba no solamente por su dedicación al trabajo sino por la forma en la que solía tratar cualquier tipo de tema mediante la más absoluta discrección.

- Vera....- He creado una máquina. - Añadió el doctor.

El detective Gustave Delacroix apoyó la pinta de cerveza sobre la mesa antes de responder.

- Es evidente...- Su tono de voz sonó socarrón. - Se dedica a crear inventos, profesor. Pero hay algo más ¿no es cierto? Cuénteme, dígame qué le preocupa para que pueda ayudarle...- El detective guardó un momento de silencio - Porque si no me equivoco usted quiere que le ayude, ¿no es cierto?

El profesor asintió con la cabeza antes de continuar su conversación.

- Como ya le he dicho, he creado una máquina. Es un invento muy especial. - Se tomó su tiempo antes de continuar hablando. - Pero me temo que este no es el lugar más adecuado para hablar.- Añadió el profesor mientras ladeaba la cabeza y la inseguridad llenaba su mente y reprimía su corazón.

El detective asintió con la cabeza mientras clavaba sus ojos en la mirada del profesor, intentando transmitirle sin palabras la fuerza necesaria para que continuara hablando.

- Me temo, querido amigo, que mi nuevo invento será una máquina capaz de revolucionar este siglo en el que vivimos. - El profesor soltó un breve suspiro. - He creado un nuevo motor de hidrógeno.

El detective no pareció sorprenderse en absoluto. Sin embargo, le pareció inoportuno no continuar hablando.

- No pretendo resultar una persona impertinente, pero como usted bien sabrá ya existen muchos motores que queman hidrógeno para producir energía. Pero eso no explica por qué le están persiguiendo.

El profesor introdujo la mano en el interior del maletín y de él extrajo varios planos con el fin de que su amigo les echara un vistazo.

- Como puedes comprobar este diseño no sirve para quemar hidrógeno, sino para fusionarlo. Este motor es capaz de producir la misma reacción que se produce en el interior de las estrellas, con lo que se aprovecha la inmensa cantidad de energía de la fusión del hidrógeno y se desprende como residuo helio en lugar de agua, como en un motor convencional. Y todo en el mismo tamaño aproximado que cualquier motor de explosión.

Los ojos del detective Gustave Delacroix ascendieron lentamente sobre el plano. Un nuevo cosquilleo comenzó a recorrer la boca de su estómago. Aquella sensación resultó ser más estimulante de lo él se había imaginado, tenía delante de sus narices un nuevo caso y por suerte para él estaba a la altura de sus expectativas.

- FIN-


NOTA LEGAL: Akasha Valentine 2012 ©. La autora es propietaria de esta obra literaria y tiene todos los derechos reservados.

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Mi novela "Cartas a mi ciudad de Nashville" disponible en la web y en blog. Todos los derechos reservados © 2014-2021.


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Traducción al español por Huan Manwë para phpBB España